Capítulo IX
–Vamos a ver,
Gato: no espero que me ayudes, pero al menos podrías dejar de estorbar…
–“¡Vaya, ahora
resulta que estorbo! Esta misma mañana te he salvado la vida, ¡y así me lo
agradeces!”.
–No te atrevas a
hacerte la víctima conmigo, que hoy estoy especialmente harta de la humanidad.
¡Bájate de la cama!
Rosa tiró de las
sábanas, asustando a Gato y haciendo que saltara al suelo. El felino comenzó a
darse un baño de lamidos al instante, como si aquello no fuera con él, mientras
Rosa levantaba nuevamente las paredes de cojines y almohadas.
–Lo siento, amiguito…
–dijo la chica después de dar un largo suspiro–, y la humanidad no te incluye a
ti, como bien sabes. Es sólo que estoy de mal humor.
–“Algo
comprensible, por cierto: Tus amigos no han tenido más que reproches, ¡aunque
comieron pastel gracias a ti y al Príncipe! Por si fuera poco, has estado a
punto de llegar tarde a clase, los demás estudiantes te fotografían como si
fueras un fenómeno de circo, y ahora te espera otra noche de fingir que…”.
–¡Ni lo
menciones! Recuerda que podría haber micrófonos...
La chica miró a su alrededor con un lento
movimiento de cabeza y entornando los ojos. La fea lámpara del techo, el
armario que nunca se le quedaba pequeño y la ventana con sus persianas
marrones; la puerta del baño, el ordenador sobre el escritorio, la cama con de
cabecero acolchado, la mesilla de noche, el sillón de lectura y la lámpara de
pie: los oídos de la Guardia Real podían estar ocultos en cualquier parte, tal
y como le había explicado el Príncipe en el comedor, durante la cena.
–Aunque bien
pensado, creo que si los Guardias me escucharan hablando con un animal acabaría
por hacerle un gran favor al Iván. Dejarían de tomarme en serio y de
considerarme una amenaza al instante.
–“Miau” le dijo
Gato, por decir algo.
Si la habitación
estaba llena de micrófonos y cámaras, con más razón se debía afanar en
reconstruir su fortín de almohadas. Sin embargo, no fue la presunta violación
de su privacidad lo que le inspiró la idea; la había tenido en el jardín, bajo
el pino piñonero, cuando vio que aún quedaba una hora para el anochecer. Le
apetecía leer sobre El Caldero de Oro como si realmente fuese de medianoche,
¡pero no podía esperar tanto tiempo! Estaba enganchada y ya no había nada que
hacer, excepto terminar pronto aquel curioso libro y regresar cuanto antes a Salvando al Soldadito de Plomo, a los Cuentos
de Hadas o a cualquier otra lectura menos extravagante y absorbente.
El castillo de
cojines era una buena solución para estar a oscuras y fingir que era media
noche, p para estar más concentrada cuando alguna revelación (como la supuesta
falsedad de la Astrología y el apaño a la Carta Astral del Príncipe) así lo
requiriese… Pero a partir de ahora tendría también una tercera función: le
permitiría estar cómoda en su habitación, sin sentirse observada y escuchada
por los Guardias.
Rosa se metió
dentro de la endeble construcción y buscó de nuevo la página en la que se había
quedado. “Estoy exhausta… ¡Espero no quedarme dormida otra vez con el libro
encima del rostro!”.
Aguanté hasta las 11:30. Después tuve que levantarme para estirar las
piernas y caminar en círculos alrededor de El Caldero de Oro, con la esperanza
de que éste abriera sus puertas con absoluta puntualidad. Lo hizo cinco minutos
antes de la medianoche, cuando Pushkin apareció en el portal con su amargura
natural para encender el luminoso de la fachada; el local lució entonces todo
su esplendor decadente, y comenzó a atraer al público variopinto que transitaba
por la Travesía del Arcoíris, deslumbrado por el brillo dorado que salía del
gran caldero negro sobre tejado del edificio, y que se colaba también por las
rendijas de los tablones en las ventanas. No quise ser la primera clienta en
entrar para evitar que, al verme, Pushkin pensara que realmente me dedicaba a
acosar Hadas…, así que esperé pacientemente a que otros franquearan la puerta
para luego seguirles.
Mi primera impresión del local fue tan fugaz –pues me dirigí directamente
al cuarto de baño– que ya la he olvidado, pero el recuerdo sobre lo que vi y
olí en dichos aseos fue, en cambio, mucho más perdurable. Nunca había tenido
que sentarme en una taza de váter tan sucia en toda mi vida…, aunque claro,
tampoco es que hubiera estado en muchos baños de bar con anterioridad, y más
concretamente en ninguno desde que
había pisado la Capital (¡de ahí mi urgencia por ir a uno, incluso a ése!).
Cuando salí –y conseguí sobreponerme al mareo– pude detenerme más en la
taberna, que no ofrecía una imagen muy higiénica pero sí tanto más interesante.
Junto a la entrada estaba la barra, donde Pushkin recibía a los clientes con su
cara de disgusto y una jarra de cerveza. Cientos de botellas y vasos se
amontonaban en una frágil montaña de cristal a sus espaldas, cubriendo
parcialmente una fotografía del Tabernero; en ésta aparecía junto a dos amigos
a las puertas de un edificio idéntico al de El Caldero, aunque con aspecto
saludable y sin una enorme olla incrustada entre teja y teja. La única
semejanza entre el Pushkin de aquella foto y el desaliñado barbudo que limpiaba
enérgicamente la fuente de vermut (con un trapo incluso más sucio que el propio
grifo) era la perilla alrededor de la boca, que tan pronto podía magnificar su
sonrisa –y así era en el retrato de grupo–, como esconderle los labios en una
mueca peluda y triste. Nada qué decir sobre los otros dos hombres de la foto;
la roña, la oscuridad y las botellas a punto de caerse apenas dejaban adivinar
quiénes eran, o qué aspecto tenían los compañeros del Tabernero en aquel
momento remoto y feliz de su pasado.
Al otro lado de la puerta había un perchero y un sofá, tan lleno de mugre
y polvo este último, que parecía no haber sido sacudido en siglos. Más que de
suciedad, la negrura de la tela parecía provenir de una capa compacta de
cenizas, como si aquel mueble fuera el pulmón colectivo y enfermo de los clientes
del bar (fumadores todos y cada uno de ellos). Más adelante comenzaba la zona
de las mesas de madera –toscos tablones de roble sacados del decorado de una
película de La Guerra, donde debieron actuar de trincheras. Encima de ellas
había grandes cascadas de velas, cuya cera derretida se había filtrado entre
las rendijas, grietas y vetas, haciendo imposible despegarlas cuando ya no les
quedaba mecha; así pues, se apilaban una sobre el cadáver de la otra, creando
una catarata multicolor y chorreante. Pronto descubrí que esta no era la única
iluminación, pues a una altura peligrosa colgaban varias hileras de lámparas de
papel, tentando a las velas. Era fácil deducir que la seguridad laboral no era
una de las especialidades de A. Pushkin.
La insistente penumbra dejaba el local prácticamente a oscuras, y hacía
que las puntas encendidas de los cigarrillos brillaran como luciérnagas. La
omnipresente madera, las montañas de botellas y vasos, las cascadas de cera y la
danza de aquellos pequeños insectos flamígeros me hechizaron para que creyera
que estaba en medio de un bosque, en la Corte de las Hadas, a punto de pedirles
que cumplieran mi deseo de animal de mazapán. Pero ¿dónde estaban Rubí y
Esmeralda? ¿A quién iba a formular mi petición si no a ellas?
Busqué con la mirada, forzándola para ver más y mejor. Una escalera
(también de madera ennegrecida) llevaba hacia la planta superior, donde había
un cartel colgado de la barandilla que advertía “Prohibido el paso a los
clientes. Zona reservada para los huéspedes de la casa”. Me habría gustado
investigar lo que había allí arriba, pero el mal genio de Pushkin me disuadió
de poner en peligro mi admisión en su local. Seguí oteando y encontré otras dos
puertas en la planta baja: una que seguramente llevaría al despacho donde el
Tabernero se convertía, en horas diurnas, en Locutor de su propio programa de
radio (y donde también ejercía de Editor de panfletos antimonárquicos), y otra
igualmente pequeña y ajada, con un cartel en el que sólo se leía la palabra
“Camerino”.
Entonces me di cuenta de que El Caldero de Oro era mucho más grande de lo
que me había parecido, pues dos enormes cortinas verdes –como el oscuro follaje
de los árboles en la noche– cubrían un escenario que ocupaba todo el fondo del
local; así, resultó que las mesas de madera no estaban mal distribuidas y
atrincheradas, sino dispuestas de forma que brindaran una buena vista del
espectáculo. No todas, sin embargo…
La única silla que encontré lo suficientemente limpia como para sentarme
(y es que no puedo negar que, aunque ya no creo en la Astrología, me he
acostumbrado a comportarme tal y como predijo mi signo) estaba detrás de una
gruesa columna que me impediría ver parte de lo que ocurriría en escena. Tuve
que conformarme con eso, porque el local comenzaba a llenarse de clientes
apiñados en torno a la barra.
No tardó en acercarse a mí una Camarera, vistiendo un uniforme raído y
ceniciento que la afeaba y la hacía parecer mucho más pequeña y rechoncha de lo
que en realidad era. Se le veía hastiada de su trabajo, profundamente aburrida
e inmune incluso a las cosquillas, que no habrían conseguido arrancarle ni
media sonrisa. Recuerdo con detalle la conversación que tuve con ella, aunque
mi mente estaba puesta en el concierto a punto de comenzar.
–¿Qué va a ser? –preguntó con el bolígrafo apuntando a la libreta.
–¡Pues un Hada! –respondí, feliz de que alguien me preguntara eso por
primera vez en mucho tiempo.
Se hizo un silencio incómodo y breve, que sin embargo pareció durar
varios minutos gracias al gesto inmisericorde de repulsa que me dedicó la
Camarera.
–Haré como si no hubiera escuchado eso. Me refería a lo que vas a beber.
–¡Ah, discúlpame! Pues no sé… ¿Qué tienes que cueste una sonrisa? –y le
mostré ampliamente mis dientes, esperando librarme de tener que consumir algo.
–Déjame ver… –dijo la muy antipática, fingiendo revisar las notas en su
libreta–. Por una sonrisa puedo acompañarte a la salida. La patada en el culo
sería por cortesía de la casa.
–¡En verdad, qué ponzoña tenéis los escorpio!
–Un momento, bicho azul, ¿cómo has sabido mi signo?
Justo en ese momento, las dos grandes cortinas se abrieron a pocos metros
de nosotros; se apagaron las lámparas de papel en el techo y los aplausos nos
impidieron seguir discutiendo. En cualquier caso, yo no habría sido capaz de
seguir el hilo la conversación, ¡porque estaba a punto de asistir a mi primer
espectáculo de Hadas en vivo y en directo! La Camarera no tuvo más remedio que
sentarse en la otra silla de mi mesa para dos, a fin de no estorbar a los demás
clientes, cuyas miradas yacían clavadas en el escenario y en la figura
escarlata que iluminaba un único e intenso foco.
Rubí, el Hada roja, estaba sentada en una silla en el centro de las
tablas, con el micrófono en la mano, un pañuelo y una copa en la otra, y dos
enormes alas de mariposa desplegadas a ambos lados de su orondo cuerpo. Actuaba
con su justa teatralidad, como si estuviese agotada después de un mal día (y
verdaderamente lo habían tenido: ¡la Guardia Real casi le da una paliza!).
Entonces tuve la premonición de que iba a cantar
Almost Like Being in Love, de Loewe y Lerner
imitando la famosa actuación de Campanilla durante el telemaratón de
recaudación de fondos para investigar la fatiga crónica. ¡Y así fue! Pronto
comenzó la música, y con ella, los acordes que me acompañaron en uno de los
momentos más emocionantes que recuerdo.
El vestido de lentejuelas rojas brillaba aún más sobre su piel morena.
Tenía una voz robusta y poderosa, y un gran moño de rizos negros semejante a
una nube piroclástica. Aquellas dos alas enormes, los altísimos tacones y las
uñas rojas y largas la hacían parecer, más que una Hada, un gigantesco pterodáctilo
cantante. La temperatura subió a mi alrededor, como si El Caldero de Oro se
hubiera encendido y dentro se guisara el mejor espectáculo del Reino, especiado
con su ardiente vozarrón.
Los aplausos volvieron a bullir en el local cuando un segundo foco
iluminó a Esmeralda, que entró en el escenario con los primeros compases de
This Can’t Be Love, de Horace Heidt (viene de la canción anterior)
Llevaba un vestido de seda verde que refulgía por debajo de sus
abundantes bucles castaños. Era en todo más delicada que Rubí: donde la voz de
la primera era abundante y sonora, la suya era apacible y suave.
La delgadez del Hada verde la hacía parecer una planta recién nacida,
atraída por la lluvia de aplausos y los nutrientes volcánicos. También ayudó a
crear ese efecto la trampilla que descubrí en el entarimado, y por la que
Esmeralda “brotó” en el escenario. Desplegó las alas como si fueran hojas para
captar la luz de los focos y alimentarse de sus rayos.
Yo tenía que moverme de un lado a otro de la columna para poder ver lo que
estaba ocurriendo. Al principio le di unos cuantos cabezazos a la Camarera, que
me castigó con un agudo pellizco en el brazo. Finalmente se dio por vencida: se
abrazó a mí para no seguir sufriendo contusiones craneales y bailamos al
unísono de derecha a izquierda –con la columna siempre delante– para que yo no
me perdiera nada del show. ¡Y menos
mal que lo hizo!, ya que aparentemente me sobrevino un desmayo en los compases
finales. Según supe luego, me desplomé emocionada en sus brazos y luego sobre
la mesa, mientras las dos Hadas cantaban a dueto la última estrofa y el público
se ponía en pie, aclamando a las dos magas que nos habían sanado las heridas,
alegrado el día y aliviado las penas.
Rosa salió del
castillo de almohadas, se estiró y bostezó en sincronía con su compañero de
habitación; luego buscó papel y lápiz para apuntar los nombres de esas dos
canciones a las que Azul atribuía poderes curativos. Se sentó en el borde de la
cama, junto al radio-despertador,
y cambió de emisora tentando a la suerte. Habría sido una casi imposible
encontrar sonando precisamente en ese instante cualquiera de aquellos
clásicos…, pero lo que escuchó en la emisora 82.9 –en la que rara vez se
sintonizaba otra cosa que no fuera ruido blanco– no le pareció una casualidad, sino
una intervención divina del Supremo Autor.
–Queridos oyentes, me despido deseándoles
buenas noches, y que todos sus sueños se hagan... Esperen, un momento, ¡nos
está entrando la llamada de un radioescucha! ¡Menuda novedad! ¿Sí, oiga? Está
en el aire, en El Caldero de Oro FM –dijo el Locutor, con la voz ronca de
quien fuma varios paquetes de cigarrillos al día.
–Buenas noches. Me llamo Aurora, y quería
felicitarle por su programa. Lo escucho todos los días…
–¡Muchas gracias, Señora! Es reconfortante
saber que tenemos al menos un oyente en toda la ciudad. Por cierto, tiene usted
un nombre poco común… Dígame, ¿no será la propietaria de Aurora’s Bakery?
–Esto…, sí; así es, joven. Escuche…
–¡Qué casualidad! Pues ya puedo devolverle el
cumplido: sepa que prepara las mejores tartas de Heliópolis. He podido
probarlas, ¡y todas son igual de expeditas!
–Exquisitas, querrá decir…
–Sí, eso.
–Me alegra que le gusten, las preparo yo
misma… Oiga, le llamaba porque quería hacerle una consulta sobre un tema
musical que le dedicó días atrás a un amigo suyo. Estoy casi segura de que era
una de las canciones favoritas de mi hijo, y me preguntaba si, por casualidad,
conoce usted a Céfi…
–No Señora, creo que se ha equivocado de
emisora –espetó el Locutor con un tono de voz alarmante–. ¡Y muchas gracias por su llamada!
–¡Espere, quizás pueda ayudarme! Mi hijo
tiene el pelo…
La llamada se
cortó, al igual que la transmisión. El radio-despertador no hacía más que saltar entre
las dos emisoras con frecuencias más cercanas, sin encontrar nada en la 82.9.
La pantalla del reloj marcaba las 00:00
con números rojos y brillantes.
Comentarios
Esto engancha igual o más que una serie!!
Felicitaciones!!!
Me alegra que te esté gustando esa sensación de emoción en aumento. Hay unas cuantas sorpresas reservadas que seguro te encantarán, y una de ellas está a la vuelta de la esquina...
¡No dejes de recomendar esta experiencia a tus amigos! Y muchas gracias de nuevo por leerme.
Estoy acá sin poder parar de leer y tengo una compulsión enorme de comentar.
¿la madre de él no preparaba pasteles?
Bueno, leeré el último, antes que se despierten acá y me suelten el sermón ¬¬
Sin embargo, en este libro, serán bien festejadas