Capítulo VII (segunda parte)




Rosa despertó lentamente, con el tomo I del Tratado de Astrología Elemental cubriéndole la cara. Una gran claridad matutina entraba por la ventana y recortaba la silueta de Gato –que no dejaba de maullar con enfado– a contraluz. La chica se incorporó en su cama, y entonces vio que aún llevaba puesto el uniforme del día anterior. ¿Del día anterior? ¡Se había quedado dormida mientras leía, y ahora sólo faltaban unos pocos minutos para que comenzara la primera clase de la mañana!

“Tenía que ocurrir tarde o temprano”, pensó mientras metía y sacaba libros de la mochila a toda velocidad: el insomnio que arrastraba desde el lunes le había pasado factura, y hoy viernes le tocaría pagarla con intereses. “¿Cómo es posible que no haya escuchado las campanadas? ¿Hasta qué hora de la madrugada me desvelé? Tenía en su cabeza un grave desorden de cosas que había leído o soñado, y muy poco tiempo para ordenarlas.

Hit, de The Sugarcubes
La decisión estaba tomada.
Fui a hurtadillas por uno de los callejones que desembocaba en la calle del Mercado Central y me topé con un vendedor de fuegos artificiales, que aprovechaba la confusión para escapar con su mercancía ilegal a cuestas. Le amenacé con dar el chivatazo a las autoridades si no me regalaba unos cuantos, y prefirió dármelos todos con tal de que le dejase escapar en el acto. ¡Cuán útil me fue entonces esa caja de cerillas que me había costado mi carné de identidad, mi ropa y todos mis ahorros!
El Hada verde se había subido a hombros sobre el Hada roja, que era mucho más fornida y corpulenta que ella, y ahora repartía taconazos y patadas a los Guardias Reales cuando intentaban acercársele. Yo, por mi parte, apunté con los cohetes desde mi escondite; los encendí todos a la vez y llevé a cabo un ataque pirotécnico que no sólo derribó a los Guardias: además creó una cortina de humo que permitió escapar a mis futuras benefactores (y se convirtió en un espectáculo divertido para el resto de habitantes de la ciudad, desconocedores de que aquellos fuegos de artificio eran parte de un pequeño disturbio callejero). Ojalá pudiera decir que el éxito de la ofensiva se debió a mi talento, pero fue gracias a que el azar estuvo por un instante de nuestra parte.
Rosa salió de la habitación despeinada, con los zapatos en la mano y Gato dentro de la mochila. No se veía ningún Monitor en el pasillo, pues se suponía que la Residencia debía de estar vacía a esa hora, así que se atrevió a correr hasta las escaleras. Utilizar el ascensor era muy arriesgado: podría ser sorprendida entrando o saliendo. La única alternativa para avanzar rápido era lanzarse escaleras abajo, rodear el jardín exterior, entrar por la puerta trasera de la cocina, atravesar el comedor y rezar al Supremo Autor para que no hubiera Monitores vigilando el edificio donde estaba el aula.
La chica desanudó el pañuelo de su uniforme y lo usó para cubrirse la cara. Lo mismo hizo con la capucha de la sudadera y su cabello (cuyo color extremadamente llamativo resultaba tan inconveniente en estos momentos); es decir, cubrió lo segundo con lo primero. Estaba decidida apostar por la única oportunidad que tenía de no verse en la calle junto a la niña de las cerillas, sin lugar dónde dormir, sin clases a las que asistir, sin amistades y sin un novio Príncipe.
Las Hadas parecían tener dificultades para avanzar por el empedrado de la calle (¿a quién se le ocurre salir a repartir propaganda llevando tacones?), mientras los Guardias se ponían en pie de nuevo y reorganizaban su pelotón. Tenía que hacer algo para retrasarlos, así que corrí a la nube de polvo y humo cubriéndome el pelo con la chaqueta; cogí uno de los aerosoles, lo encendí con otra cerilla y utilicé el improvisado lanzallamas para derretirles la visera del casco a los Guardias, y fundirles luego la suela de la botas al pavimento.
Dos manzanas más arriba, otra oleada de peatones en retirada estuvo a punto de atropellar a las Hadas, quienes avanzaban en dirección contraria; y es que desde la parte alta de la calle llegaban refuerzos: otros tres Guardias Reales de a pie, más uno de la División Ecuestre. Las caperuzadas volvieron a la posición de ataque, y yo supe que tendría que intervenir otra vez –y con mayor ímpetu– si quería facilitarles la huida.
Corrí por una callejuela paralela al Mercado Central y pronto estuve detrás del nuevo escuadrón de Guardias. Evalué concienzudamente el entorno, y descubrí un enorme puesto de frutas que serviría a la perfección para mis propósitos; llamé entonces la atención del caballo y del Guardia que lo montaba, y cuando éste vino a por mí –creyéndome parte de un trío de encapuchadas–, me refugié detrás de la tienda, a la que el potro dio una patada. La coz causó una avalancha de peras, manzanas, cerezas-bomba (especialmente dañinas), naranjas, ciruelas, mandarinas, sandías y plátanos que lo barrió todo cuesta abajo, arrastrando a la autoridad consigo y dejando un rastro multicolor con olor a tutti-fruti.
Las Hadas tuvieron tiempo de escapar a través de una travesía cuya ubicación memoricé, ya que ahora me sería imposible seguirlas…, pues uno de los Guardias había sobrevivido al ataque frutal (escondido dentro de una cabina telefónica) y ahora venía hacia mí garrote en mano.
La cocina bullía en plena actividad. Nadie se percató de la presencia de Rosa, que entró por la puerta de atrás y caminó sin hacer ruido. O al menos eso pensaba: cuando ya casi había salido, la Cocinera dio la voz de alarma y sus Ayudantes se lanzaron a perseguir a la fugitiva blandiendo sartenes, rodillos y mazas.
Puede parecer una reacción exagerada, pero el Rector había ofrecido una recompensa a cualquiera que capturase in fraganti a un alumno mientras rompía cualquiera de las normas del Campus. ¡Y ella no estaba rompiendo sólo una, sino casi la mitad de las doscientas ocho reglas del Manual! La chica cruzó a máxima velocidad el comedor y la cafetería, tirando a su paso las sillas y creando un laberinto para dificultar el avance de la Cocinera y sus secuaces. Incluso la escuchó caerse de bruces, algo que tenía bien merecido por obligarla a comer verdura hervida todos los días de su vida.
Sólo tenía una opción para huir de la ley: correr a través de un callejón mucho más oscuro y estrecho que los demás, esquivando la ropa que había tendida de lado a lado. Allí encontré una ventaba abierta de la que emanaba una luz cálida, y decidí colarme en esa vivienda a sabiendas de que me arriesgaba a ser denunciada por sus ocupantes.
Ya dentro, descubrí que el dueño dormía plácidamente en su camastro, ¡y aquella fue la menor de las sorpresas! Pues aunque la casa parecía ser miserable por fuera, resultó estar repleta de tesoros: cuadros, estatuas de bronce, un laúd con incrustaciones de diamante, una cítara de bronce y antiquísimos jarrones de cerámica. Las obras de arte yacían rodeadas de cofres con doblones de oro, y vestigios de muebles viejos y pobres que ahora simplemente estorbaban. Pensé que el dueño debía de ser un ladrón muy hábil, o alguien que había ganado la lotería del Reino tres veces consecutivas, porque aún no se acostumbraba a dormir en otro sitio que no fuera su querido camastro.
Procuré no hacer ruido, pero mi presencia alertó a una jauría de perros pekineses que me recibieron como a cualquier intruso: con los ladridos y pequeños saltitos histéricos típicos de su raza. Debía darles algo para acallarlos, y no llevaba comida encima…, así mi moral se tomó un respiro. Metí la mano en una lujosa pecera y me dispuse a arrojarle un puñado de peces de colores a modo de aperitivo. Uno de ellos, sin embargo, habló:
–¿Pero qué haces? ¡Crápula, suéltame ahora mismo! –Según lo decía, la Carpa Dorada se sacudía violentamente en mi mano, dejando escapar un halo místico y multitud de tacos.
La devolví a la pecera con una mezcla de admiración y asco, y noté entonces que mis pulseras –todas ellas de una aleación de los metales más baratos– se habían convertido en oro macizo. ¡Así había conseguido el dueño de aquella casa tan fea hacerse rico!
–Oye, pececito, voy con prisa, pero ¿te quieres venir conmigo? ¿Me dejas salvarte de tu avaro amo? –le dije, intentando convencerle de un trato que seguramente me habría favorecido más a mí que a él.
–¿Contigo? ¡Pero si has estado a punto de lanzarme con mi harén a los perros! Aquí estoy mucho mejor que yendo por ahí con una bazofia como tú… ¡Además, aquel que duerme no es mi dueño, sino mi Criado humano! –dijo el pez muy enfadado.
El Guardia Real que me perseguía se asomó a la misma ventana por la que yo había entrado. Pero mientras él la trepaba, yo salí por otra que encontré en la habitación principal, y al hacerlo me vi en otro callejón que me devolvió al Mercado Central, muy cerca de la travesía por la que habían escapado las Hadas.
En el pasillo parecía no haber Monitores, aunque Rosa percibió la sombra de uno a poca distancia, doblando la esquina. Tenía que pasar por allí sin ser vista, y aquello hubiera sido imposible de no ser por la ayuda de Gato…
El felino caminó frente al Monitor, se le quedó mirando y le dijo “Miau”, tal y como le habían pedido que hiciera. Luego echó a correr en dirección contraria al aula y el Monitor se lanzó tras él; quizás Gato no fuera un estudiante de Grimm, pero vestía la camisa y el pañuelo del uniforme. “¡Tal vez su captura me merezca una pequeña recompensa, proporcional a su tamaño!” pensó el hombre para justificar esa absurda carrera.
La chica tuvo así el camino despejado: avanzó descalza hasta su aula, se arrodilló junto a la puerta y la abrió lentamente, procurando que no chirriase. Sintió entonces que alguien le tocaba al hombro, y conteniendo un grito se giró…, sólo para descubrir a Iván detrás de ella, también a gatas.
–No esperaba que fuera una chica impuntual, Señorita Grimm. ¿Dónde estabas?
–¡Me quedé dormida! ¿Y tú por qué llegas tarde?
–¡Porque me quedé a dormir contigo! Recuerda, esa es la versión de la historia que contaremos a cualquiera que se atreva a preguntar.
Iván parecía no darle mayor importancia a lo que estaba sucediendo, y fue más osado que su compañera de fechorías: se le adelantó y entró en el aula, mientras que el Profesor de Álgebra escribía ecuaciones en la pizarra con tal concentración, que no vio ni escuchó a ninguno de los dos pasearse entre los pupitres de los demás estudiantes, calzarse y ocupar sus respectivos asientos. El Príncipe se mordía los labios para no reír a carcajadas; los amigos de Rosa, por otra parte, la miraban sumidos en horror y preocupación. Demian sintió que iba a desfallecer, y Pippi cerró los ojos.
Vi un cartel –parcialmente oculto por la mugre y las tuberías– que decía algo sobre una “Travesía del Arcoíris”, y acto seguido me lancé a correr por aquella calle en la que las Hadas fugitivas desaparecieron sin dejar rastro. No era mucho más limpia que las otras callejuelas que rodeaban el Mercado Central, pero ésta tenía su encanto; la fachada de cada edificio estaba pintada de un color diferente, y varias lonas romboidales que colgaba entre ellos protegían a la gente de la luz difusa, dejándola pasar sólo a través de pequeños agujeros por donde se filtraba en forma de punto, como estrellas diminutas.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue la curvatura del pavimento. Con sólo avanzar unos pocos metros se dejaba de ver el principio de la calle…, y por supuesto, por el mismo motivo tampoco se adivinaba el final. Era como si la Travesía del Arcoíris fuese tan curva, que se metía dentro del Mundo y daba una vuelta sobre sí misma, en espiral. Pronto tuve miedo de caerme hacia arriba o de estar caminando boca abajo.
Decidí relajarme y andar en lugar de trotar; parecía que ya nadie me seguía, así que me dediqué a contemplar aquellos edificios silenciosos. Daba la impresión de que los habitantes del barrio tuvieran el horario trastocado (como si realmente vivieran al otro lado del Mundo), pues dormían de día y, previsiblemente, hacían su rutina al caer la noche.
Una luz amarilla comenzó a colorear las baldosas de la calle donde se intuía el final del camino. Mas no provenía del sol, como cabría esperar, sino de los focos colocados dentro del gran caldero negro que coronaba la fachada de un edificio antiguo y con aspecto de teatro abandonado. Las ventanas estaban tapiadas con listones de madera, y la puerta principal, cerrada a cal y canto. El antiguo esplendor de aquel lugar aún podía adivinarse, aunque ahora sólo fuese un bar ruinoso llamado, con demasiadas pretensiones, “El Caldero de Oro”.
El Guardia ya no me seguía; “Quizás se quedó tomándole declaración a la Carpa”, me dije. Luego suspiré, me senté en el bordillo de la acera y tuve la curiosísima sensación de estar a salvo. Sin papeles, mudas limpias ni monedas; con la Guardia Real tras mis pasos y unos ladrones repartiéndose el dinero que tanto me había costado ahorrar, pero a salvo. Sin la más remota idea de cuál era el camino a seguir para cumplir mi sueño de ser Hada, para encontrar la luz al final del túnel y el tesoro enterrado..., pero a salvo. ¿Por qué?
Rosa se bajó la capucha de la sudadera, descubriendo así su caótica melena rosa. También se quitó la pañoleta y se limpió con ella el sudor del rostro, antes de anudársela de nuevo al cuello. Sus amigas no paraban de hacerle señas, con las que pretendían decirle que había olvidado limpiarse la nariz. Así lo hizo la chica, y descubrió que al dormirse con el libro sobre la cara le había quedado pintada, en toda la punta, una mancha de tinta azul. Se sentía enfadada, temblorosa y avergonzada, y sin embargo, sonrió. ¿Por qué?

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
Azul es todo un aventurero y Rosa parece mas dispuesta a saltarse las reglas.
Me alegra haber encontrado tu blog, así puedo acompañar a mi amigo recurrente, este insomnio.
Galileo Campanella ha dicho que…
Muchas gracias a ti, Rina, por tus excelentes comentarios. Me encantaría tenerte como lectora habitual. ¡Estás invitada a regresar aquí siempre que quieras!
Emily_Stratos ha dicho que…
T_T Que me quiebro jaja
Con tanto halago y mimo de palabras, me quedo ^^
Emily_Stratos ha dicho que…
Hola: ando con una duda existencial jaja

¿Ese es el título de la canción? Porque me aparece Hit cuando la busco :S
Ay, esta Bjork y su antiguo grupo ¬¬
Ay, yo y mis ganas de hacer todo perfecto.

Saludos, Rina
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Tienes toda la razón, Rina! Ahora mismo lo cambio. ¡Muchas gracias!
Sara Grey. ha dicho que…
Quiero ese pez. *-*
Sara Grey. ha dicho que…
Tengo la ligera sensación de que Azul y Rosa se conocerán... no sé porqué, pero lo presiento.. :)
Galileo Campanella ha dicho que…
Desde luego, Rosa estaría mucho más tranquila si eso llegase a ocurrir. Vivir en Heliópolis y no conocer tu signo es una auténtica pesadilla.
Anónimo ha dicho que…
Me ha encantado la historia hasta ahora..no he podido avanzar mucho mi trabajo porque la trama me tiene atrapada pero no importa, tendré toda la noche para trabajar si es necesario de todos modos la curiosidad no me dejaria concentrarme en el trabajo, y además le daré una retocadita a mis ojeras XD... solo un detalle me intriga Rosa esta en la academia practicamente desde que nació, porque no desarrolló una relacion con nadie de ahi, alguna cocinera que la alimentaba de bebe o un jardinero con aspecto de abuelito o el mismo rector que se yo... alguien ?
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Qué bien que te guste! Sigue leyendo, porque la respuesta que buscas está a pocos capítulos de distancia...