Capítulo X (segunda parte)


Terminamos de limpiar a media mañana. La Cenicero y yo salimos del local, cerramos la puerta principal por fuera y nos sacudimos la ropa. Me rugían las tripas a tal punto que daba pena; ¡lo último que había comido era un trozo de tarta, hacía más de veinticuatro horas!
–Intenta estar aquí a las doce. Lo peor de que tu Jefe viva en el mismo lugar donde trabaja es que nunca llega tarde –dijo ella sin percatarse de mis gruñidos estomacales.
–No te preocupes, dudo que me aleje demasiado…
–¿Y eso por qué? –preguntó ella en voz baja, deseando que yo no la hubiera escuchado.
–Créeme, no quieres saberlo.
La Cenicero calló, pero pareció comprender mi situación. Varios meses después me contó que, cuando llegó a la Capital, lo hizo con apenas dinero suficiente para sobrevivir un par de días. Esmeralda la encontró durmiendo en el banco de un parque, y tal y como solía hacer con cuanto ser vivo hallaba tirado en la calle, le condujo a un lugar seguro. El posterior recibimiento de Rubí y Pushkin en El Caldero de Oro fue menos amable, según supe –quizás estuvieran hartos de que el Hada verde pensara que el bar era un centro de acogida; además, sabían que con una Ilegal no podrían hacer lo mismo que con los animales…, es decir, echarlos fuera tan pronto Esmeralda se distrajese)–. La Cenicero tuvo que implorarle trabajo al Tabernero y aprender a tolerar el hiriente sentido de humor de Rubí, que se ensañó con ella.
Supongo que mi amiga supo con sólo mirarme que yo estaba pasando por una situación similar, pues al menos los síntomas eran los mismos: la vergüenza de reconocer la situación ante los demás, el miedo a explorar aquella gran ciudad sin tener una moneda en el bolsillo, y la creciente tentación de regresar al lugar de donde había venido.
–De acuerdo, no me cuentes nada si no quieres –dijo la Cenicero mirándome de soslayo–. ¡Tengo un hambre atroz! ¿Me acompañas a comer algo?
Asentí, feliz de escuchar aquella invitación tan valiosa como la que supuestamente me había permitido entrar en la Travesía del Arcoíris, pues si bien no tenía dinero para comer, así al menos podría conocer la Capital de la mano de alguien que llevaba años viviendo aquí (y que debía de ser toda una experta en el arte de sobrevivir con escasos recursos). Otra vez me sentí optimista, y los agobios se fueron todos con un chasquido de dedos.
Hand in my Pocket, de Alanis Morissette
Recorrimos la Travesía a buen paso, salimos al Mercado Central y atravesamos las hordas de peatones hasta una parada de autobuses junto al Río. Subimos en el primero que pasó, y la Cenicero picó dos veces su billete para que yo pudiese viajar con ella.
Rosa levantó la mirada; a unos pocos metros encontró la parada de la que hablaba Azul. Con un dedo entre las páginas (señalando el párrafo donde se había quedado) y empujando a la gente con la mano que le quedaba libre, llegó a tiempo para coger el autobús. Se sentó rápidamente y continuó leyendo: ahora estaba en la misma ruta que la autora de aquel libro, y quizás esto la llevase a desentrañar alguno de sus misterios.
Miré por la ventana mientras cruzábamos un puente, y la vista que me ofreció la Capital fue magnífica. Los aerobarcos navegaban con tanta delicadeza que no perturbaban el cielo ni levantaban ninguna nube. Un dirigible me sorprendió al salir elegantemente de un cirro, y otro emitió un anuncio publicitario usando su enorme globo como pantalla.
El Río atravesaba la ciudad de norte a sur, dividiéndola entre el Casco Antiguo –con su Plaza Mayor, su Distrito Financiero lleno de rascacielos, su calle del Mercado Central y su puerta de entrada en la muralla– y el Ensanche, repleto de avenidas, jardines, edificios modernos y arboledas. Al aproximarnos a la verja cubierta de enredaderas de un parque, la Cenicero me indicó con señas que bajaríamos del autobús en la siguiente parada.
Rosa apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando vio, a través de la ventanilla, que estaba pasando frente a dicha verja. Saltó del autobús justo en el instante en que éste se volvía a poner en marcha, y tuvo suerte de caer de pie, como los gatos.
Junto a la entrada encontramos a un grupo de gente practicando una extraña danza llamada capoeira. Parecían extranjeros, y pronto me convencí de también eran Ilegales; aquel baile no estaba catalogado como “manifestación artística callejera”, y si no lo estaba, un Astrólogo no podía conocerlo ni asignárselo como profesión a un individuo en su Carta Astral. Tampoco era posible que aquel invento fuese sólo un divertido pasatiempo; a fin de cuentas, la creatividad, el ocio y la Astrología no eran compatibles bajo ninguna circunstancia, ¡y esas personas ya estaban en edad de trabajar en el empleo al que habían sido condenados!
–¿Qué tal, Ceni? –dijeron dos chicas con peinados estrafalarios y de abundantes moños. Mascaban chicle cruzadas de brazos, mientras sus respectivos novios se movían al son de la música proveniente de unos enormes altavoces conectados al alumbrado público.
–Como siempre, ¿y vosotras? Mirad, os presento a Azulão, un compañero del curro.
Todos se acercaron a saludarme, incluso los que estaban practicando la capoeira, y la Cenicero pudo presentarme a sus compatriotas de uno en uno.
–Estas son Paloma y Dodó, y los chicos son El Rata, Alimaña, Lagartija y Garrapatas.
–Es un placer. Por cierto, debo deciros que vuestra coreografía es increíble.
–¿Coreografía? Sí, bueno… Tu color de pelo también lo es, Azulão –dijo El Rata, quien parecía ser el líder del grupo. Toda la ropa que llevaba puesta, incluida la gorra y los zapatos, le quedaba grande por más de tres tallas.
–No os metáis con él: es un tío legal –advirtió mi amiga.
–Aunque no en el sentido literal de la palabra –aclaré; entonces Alimaña asintió comprensivo, e hizo un gesto que supuse sería el saludo secreto de los Ilegales.
–¡Anda, mira quién está ahí! –dijo mi amiga–. Os dejo entrenar, chicos, ya vendré a veros otro día con más calma –La Cenicero me cogió del brazo y me arrastró a un puesto ambulante de perritos calientes–. ¡Estás a punto de probar un auténtico manjar!
El Vendedor y la Ceni se saludaron efusivamente, y a partir de entonces ella mostró una coquetería exagerada. Hablaron de cualquier cosa: de lo pronto que había llegado el otoño, de cuánto echaban de menos el clima tropical, de lo guapa que estaba ella y de lo bien que le sentaban a él las manchas de ketchup en el delantal. El Vendedor parecía no darse cuenta de que era una estrategia para sacarle un montón de perritos calientes aprovechando su distracción: yo me comí tres y la Cenicero cuatro, más dos refrescos cada uno. Al despedirnos, mi amiga le dio un achuchón como paga, y el hombre se quedó tan satisfecho que le rogó que volviera al día siguiente.
–¡Has estado genial! ¡Hemos almorzado gratis!
–Lo sé. Dime, Azulão, ¿te importaría acompañarme a mi siguiente trabajo?
–¿Es que tienes dos?
–Chico, menos mal que me has encontrado; de lo contrario no habrías aguantado ni una semana en la Ciudad del Sol. Para sobrevivir aquí hacen falta no sólo dos, sino tantos trabajos como puedas tener; especialmente si eres Ilegal y te pagan un sueldo escaso.
Dicho eso, la Cenicero comenzó a caminar rodeando el Gran Parque en dirección contraria a la de los coches (...)
Rosa miró a su alrededor y encontró todo en su sitio: a los bailarines de capoeira practicando sus acrobacias, al Vendedor de perritos calientes y la verja que rodeaba al Gran Parque. Luego comenzó a caminar en dirección contraria a la de los coches.
(…), cruzamos en la esquina de la séptima transversal, giramos a la derecha (…)
La chica cruzó en la esquina de la cuarta avenida con la séptima transversal, girando a la derecha, mientras se acababa un perrito caliente, leía el libro que sostenía en la mano izquierda, y procuraba no mancharse de mostaza.
(…) y llegamos al portón de un colegio, donde cientos de Cuidadoras esperaban a los niños a punto de salir de clase. Entonces me di cuenta de que el uniforme de la Ceni era en realidad el de una Cuidadora, aunque comparado con uno pulcro fuera completamente irreconocible.
Rosa alzó la vista y se encontró en el mismo portón que Azul y su reciente amiga, sólo que al ser sábado, no había Cuidadoras ni niños por ninguna parte. En un gran cartel situado sobre la hermosa puerta de hierro forjado podía leerse “Escuela Grimmoire. Educación Preescolar y Primaria” y luego, en letras más pequeñas, “Adscrita a la Honorable Academia Grimmoire”.
¡Estaba frente al que había sido su colegio! La Escuela Primaria compartía su enorme jardín con la Academia, e incluso podía decirse que estaba dentro del Campus, de no ser porque para entrar o salir de ella había que hacerlo desde la calle, pues los Monitores no permitían cruzar el rosal que las separaba. Esta absurda regla había obligado a Rosa a despertarse incluso más temprano todos los días, y a andar una distancia exagerada para cualquier párvula.
Aquel lugar le traía malos recuerdos. Se vio a sí misma atravesando el portón de la Escuela, cogida de la mano de cualquier Monitor que se hubiera apiadado de ella esa mañana para ayudarla a llegar al aula desde la Residencia. Se vio a sí misma desayunando fruta mientras caminaba, para no tener que hacerlo sola en su habitación. Se vio envidiando en silencio a los demás niños, que llegaban a clase con sus Cartas Astrales en la mano a modo de cartilla de lectura y tarjeta de presentación.
Sin saberlo, había vuelto a Grimm persiguiendo a Azul y a la Cenicero (o a sus fantasmas literarios), dando antes un paseo por toda la ciudad. Cansada de súbito por la inoportuna casualidad, se dejó caer en uno de los bancos de la calle, guardó el libro en la mochila y lloró como una niña a la que su Cuidadora hubiera olvidado ir a buscar.
Pero la casualidad no era la verdadera razón de la melancolía de Rosa, claro está…, aunque tampoco habría podido llegar a otra conclusión en ese momento. De cualquier modo, lo último que quería era recordar por qué aquel sitio la hacía sentirse miserable.

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
Una de las cosas que más me agrada a la hora de leer es el momento en que siento empatía y unas tremendas ganas de entrar al libro y darle un abrazo al personaje.

Recuerdo que, al leer Jane Eyre de pequeña, sentí tanta indignación frente a su dolor y estuve todo el resto del libro deseándole cosas positivas. Cómo para tomar una ouija e invocar a la Brönte ¬
jaja No sé si tanto, ahora que lo pienso :S
Teresa ha dicho que…
Que tristeza cuando la infancia puede tornarse en una ilusion, y apenas estas saliendo de ella.... y sin posibilidades de regresar....pobre Rosa...
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Muchas gracias, Rina y Teresa, por comprender a Rosa! Su personaje tendrá que enfrentar no pocas tristezas. Esperemos que esté a la altura de su papel protagonista y sepa encajarlas todas, aprendiendo además de ellas.
lucy ha dicho que…
que triste..
Sara Grey. ha dicho que…
Me encantan los nombres que le has puesto a los chicos que hacían capoeira jajaja Alimaña jajaj
Galileo Campanella ha dicho que…
Estoy seguro de que te gustarán aún más cuando descubras porqué elegí esos nombres ;-)