Capítulo XI (tercera parte)
Y no se dijo nada más. Caminamos unas pocas manzanas a través de aquel
barrio exclusivo y elegante del Ensanche hasta llegar a un edificio moderno,
con vistas al Gran Parque. Allí, una mujer de rostro pálido y demacrado (o al
menos eso era lo que se alcanzaba a ver alrededor de sus enormes gafas de sol)
llamaba insistentemente a todos los pisos del telefonillo, pulsando torpemente
los botones de seis en seis. Parecía terriblemente mareada; en un brazo se
balanceaba su enorme bolso de Diseñador –casi tan grande como para llevar un
cadáver dentro–, pero tenía que apoyarse de la pared con el otro para no caer
de bruces al suelo.
–Mirad, ¡es Blanca! –gritó Gretel como su hubiera visto una aparición. El
día se ensombreció al instante, a tal punto que ni siquiera una copiosa
merienda podría devolverle la alegría a los mellizos. “¿Blanca?” pensé yo; “¿No
había una famosa Top model llamada
así? ¿Qué habrá sido de su vida? Ya nunca sale en los Cuentos de Hadas… ¿Y por qué los niños tienen tanto miedo a este
espantajo con el que comparte nombre?”.
–¡No quiero subir a casa! –Hansel se escondió detrás de la Cenicero y
comenzó a tirar de su delantal hacia atrás.
–Niños, no os preocupéis, yo me encargaré de ella. Azul, ¿te gustaría
venir con nosotros? Quizás necesite tu ayuda…
Asentí sin saber exactamente a qué clase de peligro nos enfrentábamos. La
mirada de mi amiga denotaba temor, y el saber que la Cenicero le tenía miedo a
algo era cualquier cosa menos un pensamiento tranquilizador. Cogí de la mano a
Hansel y a Gretel, y marchamos en formación hacia el cadavérico visitante.
–¡Blanca, qué desagradable sorpresa! ¿Qué haces aquí? –fue el saludo de
mi amiga.
–¿Eh? ¿Y tú quién eres? ¡Ah, mira qué ricos, si son los hijos de Bella!
¿Pero en qué momento tuvo siete? Con razón ha perdido la figura…
–Somos sólo dos –dijo Gretel, disgustada.
La osamenta viviente se levantó las gafas y miró a la niña con ojos
vacilantes y enrojecidos.
–Da igual, enanita: al parecer comes por tres. ¡Eso sí que es un desorden alimenticio! –soltó la esquelética mujer,
mientras reía a carcajadas y pulsaba con insistencia todos los botones. Sus
costillas podían adivinarse debajo del carísimo vestido, agitándose con cada
risotada como el fuelle de un viejo acordeón.
–¡Qué rápido has comenzado a insultarnos esta vez! Y no te molestes en
pedir disculpas, que yo también tardaré poco en llamar a la Guardia Real si no
te marchas –dijo la Cenicero apretando los puños.
–¿Tú eres la Cuidadora, no es así? ¡Entonces puedes llamar a los Guardias
cuando te apetezca, querida! Así te deportarán de una vez y yo no tendré que
volver a ver esos inmundos harapos que llevas puestos. En serio, acabaré
pensando que te vistes así sólo para
amargarme el día.
–¿Quién es? –preguntaron por el
altavoz del telefonillo después de un largo bostezo.
–¡Bella, soy yo, Blanca! ¡Traigo tu pedido!
La puerta principal del edificio se abrió con un zumbido, y la pálida
invitada entró sin demora en el portal. “¡Espera, ven aquí!” gruñó la Cenicero,
que se lanzó corriendo tras ella; los mellizos y yo las seguimos a toda prisa,
aunque fue una tontería, pues coincidimos de nuevo mientras esperábamos el
ascensor. La presencia del Portero –que nos observaba en silencio desde su
garita– nos disuadió de intentar echar a Blanca, que aprovechó la tregua para
ignorarnos y concentrarse en mantener el equilibrio sin apoyarse en la pared.
Sólo rompió su silencio cuando entramos en la cabina y vio su reflejo:
–Espejito, espejito, ¿quién es la más guapa de este ascensor? –dijo al
fin, retocándose el moño de cabello negro y el rojo sangre del pintalabios.
–No lo sé, pero tú serás pronto la más guapa de la morgue –dijo la
Cenicero, hinchando el cuello como una cobra antes de atacar, aunque de haberlo
intentado seguramente se habría partido los colmillos contra un hueso.
Su descarnada contrincante se giró con una mano en la cintura (como
suelen hacerlo las Modelos en la pasarela) y a punto estuvieron de enzarzarse
en una pelea; por fortuna, la puerta se abrió en la séptima planta,
directamente en un espectacular piso lleno de muebles de diseño y enormes
ventanales. La altura del techo lo hacía parecer un templo de la ostentación y del
confort, donde sería casi sacrílego dar un cachetón o un puñetazo. De nuevo
llegaba una tregua forzosa, que no duraría esta vez más que la anterior.
–¿Vives aquí? –le pregunté en voz baja a la Cenicero, que decidió esperar
de brazos cruzados junto a la puerta del ascensor.
–Sí, estoy de interna. ¿Por qué lo preguntas? ¿Demasiado bonito para mí?
Algo así pensé, lo acepto: a los signo Escorpio les gustan los lugares
oscuros y desordenados, como si sólo se sintiesen cómodos en una madriguera o
en un cubil. Pero mi amiga estaba de muy mal humor como para explicárselo, así
que callé.
Rosa detuvo un
momento la lectura y miró a su alrededor. ¿Sería ella una escorpio? Su
habitación estaba casi siempre en la penumbra, y era bastante desordenada con
sus cosas…, pero también le gustaba un jardín perfectamente podado, la
naturaleza y la luz.
En el centro del salón, una figura espectral avanzó lentamente, como
presa del sonambulismo. ¡Aquello se asemejaba a un desfile de horrores, a una
danza macabra! Mientras que Blanca era cadavérica, su amiga Bella (dueña del
piso, segunda Jefa de la Cenicero y madre de los mellizos) parecía un fantasma,
de esos que arrastran los pies, el pijama y su larga cabellera como si fueran
penas de una vida pasada.
Ambas se saludaron fríamente, con dos besos en los que no llegaron a
tocarse. Los niños tampoco dijeron “hola”; parecía que fueran invisibles ante
su madre, y del mismo modo, la mujer lo era para ellos. Se escondieron en la
cocina sin que nadie se lo sugiriera.
–¡Bella, estás divina! ¿Acaso sabes cuánto te echamos de menos? No es lo
mismo modelar para otros Diseñadores; el sector está totalmente de capa caída…
–Un momento, ¿los mellizos son los hijos de Bella McCartney? –le dije a
la Cenicero al oído cuando caí en cuenta de quién era la taciturna propietaria
de la vivienda–. ¡Estas cosas se avisan! Adoro sus vestidos desde pequeña,
cuando presentó aquella colección inspirada en… –pero desistí de acabar al
comprobar que mi amiga no me escuchaba, sino que estaba al acecho de su presa.
–Gracias, Blanca –musitó Bella con voz de recién levantada–. ¿Lo has
traído?
La Supermodelo sonrió, arqueando también una ceja; abrió su bolso y
comenzó a sacar decenas de pequeños frascos de cristal tintado, rotulados con
una etiqueta donde sólo se leía la letra “Z”. Bella se los guardó ávidamente en
los bolsillos del vaporoso pijama.
Yo ya había escuchado hablar de “Z”, pero no por ello me escandalicé
menos. Según sabía, era un potente somnífero que se cobró alguna víctima entre
sus consumidores habituales. El Ministerio de Sanidad lo prohibió, y desde
entonces la Guardia Real perseguía su contrabando con saña…, aunque parecía que
Blanca no había tenido ninguna dificultad en conseguir una buena provisión de
aquel peligroso medicamento.
–¡Eso sí que no: no voy a consentir esto en una casa donde viven dos
niños pequeños! –dijo la Cenicero al tiempo que saltaba desde su posición,
cogía a Blanca del brazo y la sacaba del piso a trompicones.
–¿Eh, qué haces? ¡Cuánta agresividad! Deberías tomar algo que te relajase
–la Supermodelo comenzó a rebuscar en su bolso–; a ver, tengo nieve, chocolate
(pero del que no engorda), caramelos, líquido corrector… ¡No me toques con tus
asquerosas pezuñas!
La Ceni metió a Blanca en el ascensor, pulsó el botón de la planta baja y
la despidió antes de que acabara el inventario de su mercancía; fue entonces
tras Bella, que regresaba a su dormitorio con los bolsillos llenos de “Z”.
Previendo el ataque, la exDiseñadora se dio media vuelta y la amenazó con el
dedo índice. Tenía una mirada letárgica, pero feroz.
–¡Pienso dormir, te guste o no! Tú sólo eres una Empleada doméstica; no
tienes derecho a impedírmelo, ni a decirme cómo debo llevar mi vida. Ocúpate de
hacer tu trabajo, que yo me ocuparé de pagarte, ¡y déjame en paz!
La Cenicero bramó de rabia al escuchar aquello.
–Azul, ve con los niños; este no va a ser un espectáculo tan agradable
como el de las Hadas –dijo antes de ir tras Bella y entrar con ella en su habitación.
Rosa aparcó el
libro un instante, y sólo durante ese breve momento deseó tener a mano un
frasco de “Z” que le permitiera dormir un sueño profundo y sin pesadillas.
Luego volvió en sí, y al convencimiento de que probar aquel narcótico sólo le
traería más problemas. La posible ayuda de Azul para descubrir cuál era su
signo se le antojaba ahora infinitamente más propicia, y portadora de un
verdadero descanso.
Encontré a los niños dándose un atracón en la cocina. Me senté con ellos
entre jarras de galletas, envoltorios, bolsitas de gominolas y litros de
refrescos. Yo aún temblaba por el desagradable incidente con Blanca, cosa que
los mellizos notaron; se compadecieron de mis nervios y me ofrecieron compartir
sus golosinas en silencio.
La Cenicero también debía de conocer bien las propiedades terapéuticas
del azúcar, ya que no tardó en aparecer en la cocina, derrotada y con una
maraña de pelos sobre la cabeza. Ocupó una silla, se llenó la boca de dulces y
luego echó la cabeza hacia atrás, en una posición que sólo un comatoso podría
encontrar cómoda.
–No puedo mafff… –dijo mientras masticaba con los ojos cerrados.
Me hubiese gustado darle un abrazo a ella y a los niños, pero parecía que
en esa casa tampoco era frecuente el contacto físico. Las golosinas eran un
sustituto del cariño, y de allí la necesidad de los mellizos de atiborrarse.
¡Les comprendía tan bien! En la Mansión de la Campiña ocurría algo similar: a
falta de besos y palabras amables, yo sólo supe cuánto me quería realmente mi
Madre cuando comprendí que sus maravillosas tartas eran la forma que tenía de
decírmelo. ¡Vaya tándem harían los mellizos y ella! Aunque sería necesario
aprender a medir en amor en calorías para llegar a apreciarlo.
Volviendo a la cocina del piso de Bella: un gruñido atronador espantó mi
tibia añoranza, sacudió la mesa e hizo temblar la jarra de galletas. El
epicentro del temblor estuvo en la tripa de Gretel, quien abrió mucho los ojos
y chilló “¡Tengo que ir al lavabo!”.
–Yo te llevo, cariño –le dije, mientras su Niñera hacía un gesto de
querer levantarse, e inmediatamente se dejaba caer otra vez en la silla.
–Gracias, Azul… Procurad no hacer ruido; quizás ya se durmió, y de ser
así no conviene molestarla. Siempre se despierta de mal humor.
–No te preocupes, tendremos cuidado.
Cogí a Gretel en brazos –dejándome la espalda– y caminé de puntillas
hasta el baño, atravesando el salón y el pasillo que conducía a las
habitaciones. Entonces ocurrió algo inesperado, que me convenció de que
acabaría creando vínculos con aquella familia:
–Me gusta el color de tu pelo –susurró la niñita en mi oído.
–¡Y a mí el tuyo, encanto! –alcancé a decirle a pesar de mi asombro.
Me dio un beso en la mejilla en señal de agradecimiento y entró en el
lavabo, a la vez que otro temblor sacudía su estómago. ¡Cuán poco me había
hecho falta para recibir de ella un comentario amable y una sonrisa! Los niños
sólo necesitaban que alguien les prestara atención para sacar a relucir toda la
simpatía de la que eran capaces.
Pero ese no fue el suceso inesperado. Esperé a Gretel largo rato en el
pasillo, y mientras lo hacía, no pude evitar acercarme a la puerta del
dormitorio de Bella con la excusa de comprobar que no se hubiera despertado…
Aunque en realidad fue la curiosidad y la necesidad de sentirme útil las que me
empujaron a entrar, incluso.
La hermosa mujer fantasma –que de joven seguramente habría sido aún más
bella– yacía en la cama rodeada de frascos de “Z” y envuelta en sábanas
blancas. Un gran ventanal, a través del cual se intuía el atardecer, filtraba
toda calidez y sólo dejaba pasar una luz apagada a través de las cortinas
igualmente claras e inmaculadas.
Unos cuantos maniquíes cubiertos de trajes y prendas a medio hacer
decoraban el dormitorio, como taxidermias fallidas y macabras; espectadores
mudos de la lamentable tragedia que Bella McCartney les ofrecía día tras día.
Puede que hubiera sido una de las mejores Diseñadoras de la década, pero
cualquier rastro de talento se había esfumado de su ser, al igual que el
recuerdo de un sueño inconcluso al despertarnos por la mañana.
Bella no levantó siquiera la vista para recibirme; estaba demasiado
ocupada manipulando torpemente una gran aguja de coser. Perforó con ella la
tapa de uno de los frascos de “Z”, mojó la punta en el oscuro líquido y luego
miró su veneno con deleite. El pulso le temblaba frenéticamente.
Tuve que apartar la vista, pues aquello me producía un profundo rechazo…,
mas no lástima, debo decir. Supuse que ese sentimiento era el que a la
exDiseñadora le habría gustado despertar en mí: una empatía que me llevase a
decir “¡Espera, yo te ayudo! Debes estar sufriendo y te mereces un descanso a
cualquier precio”, pero gracias a mi experiencia astrológica, sabía que ese
tipo de situaciones melodramáticas eran las favoritas de los cáncer,
especialmente cuando están deprimidos y necesitan llamar la atención. Sí, eso
era lo que Bella esperaba…, ¿o aún no se había percatado de mi presencia?
Rosa se acordó
de lo ocurrido hacía unas horas, cuando fue a buscar al Príncipe. Ciertamente
había actuado con la máxima teatralidad, pero ¿bastaba eso para hacer de ella
una canceriana? ¿Acaso no era algo que todo el mundo hacía de vez en cuando?
–¡Espera, yo te ayudo! –dije finalmente, muy a mi pesar. Su intención de
pincharse era real, y estaba a punto de hacerse daño a causa de su pulso débil
e impreciso.
–¿Quién eres? –preguntó con los ojos entrecerrados y voz pastosa,
mientras yo le sostenía un dedo de la mano izquierda, y la aguja de coser que
empuñaba con la derecha.
–Me llamo Azul; trabajo con la Cuidadora de sus hijos. Es mi amiga.
–¿Y piensas ayudarme, o qué?
La suya era una petición verdaderamente perversa, y me pregunté si cuando
fuese Hada también tendría que conceder deseos como ése. Pinché su dedo con la
aguja de coser, y sentí al instante cómo desaparecía toda rigidez en sus
miembros. El frasco de “Z” rodó entre las sábanas hasta acabar junto a otro
montón de botellas, con las que parecía formar una palabra muda: “Z Z Z Z Z
Z Z Z Z Z”. La conciencia de Bella se esfumó, y la exDiseñadora cayó rendida a
un sueño pesado, sumergiéndose entre almohadas blancas y esponjosas. Se hizo un
silencio sepulcral…, que para más inri, pareció eterno.
–¿Sabes? Cuando era niña, mi padre y mis hermanastras fueron crueles
conmigo..., tal y como esta mujer lo está siendo con sus hijos –dijo la
Cenicero desde la puerta del dormitorio, trayéndome de vuelta del limbo–. ¿Qué
clase de ejemplo le está dando a los mellizos? ¿Por qué no toma las riendas de
su vida, como hemos hecho los demás?
–¿Has estado ahí mirando y no has arrimado el hombro?
–Tú no la has ayudado, Azul; no te engañes.
–¡Se podría haber hecho aún más daño!
–Escucha, Azulão, voy a contarte otra historia, aunque ya van demasiadas
para un solo día. Esmeralda no me bautizó como la Cenicero; lo hizo mi padre,
hace ya mucho tiempo…
Y tras decir eso, se levantó la manga de su polvorienta camiseta por
encima del delantal. Tenía múltiples cicatrices de quemaduras en el brazo,
todas redondas y pequeñas: el beso ardiente de los cigarrillos que habían
extinguido sobre ella. Parecían estrellas suaves y oscuras formando una
constelación que no tenía nombre. Aquellos eran los malos recuerdos que mi
amiga llevaba siempre a flor de piel; que la prevenían del peligro y la hacían
tan intransigente con ciertas personas, aunque estuvieran a un océano de
distancia.
–La vida de Bella no ha sido más dura que la mía. Yo tuve que escapar de
él, de mi madrastra, de mis hermanastras, de mi país y de mi Carta Astral.
Sobreviví por mis propios medios sin hacerle daño a nadie, ¡y mucho menos a
niños inocentes!
Desde que nos topamos con Blanca, me sentía como en una de las
telenovelas típicas de la tierra de la Cenicero, pero fui capaz de ver que la
sobreactuación de mi amiga y el despropósito narrativo que había sido este
capítulo de nuestra historia no le restaba valor (aunque sí dramatismo) a sus
palabras.
–Para algunos puede ser más difícil que para otros, amiga –le dije.
–¡Pues no consigo entenderlo! Llevo años creyendo que es una cobarde, y
ya nada me hará cambiar de opinión. Tú, en cambio, pareces comprenderla mucho
mejor que yo aunque acabas de conocerla. ¡Ese es tu don, y no intentes
ocultarlo con falsa modestia! Te he visto hacerlo con Pushkin, con los niños y
conmigo. Hay algo especial en ti, ¡lo sé! y quizás eso te convierta en la
persona adecuada para cuidar de Bella…
Gretel salió en ese momento del cuarto de baño y fuimos a por ella. Ya
tenía mejor cara, pero aún así alzó las manos a la Cenicero, pidiéndole que la
cargara. “¿Podemos dormir hoy contigo?” dijo la niña en voz baja, y aquella petición
parecía incluirme a mí. Caminamos hacia la cocina, recogimos también a Hansel y
fuimos a la habitación de mi amiga, que quedaba justo detrás de un cuarto de
planchado con intenso aroma a detergente.
Era un dormitorio sin ventanas, tan pequeño que sólo cabía una cama en
él. La única luz se colaba por debajo de la puerta y permitía intuir dónde
estaban los montoncitos de ropa (doblada y limpia, o sin doblar y sucia) que se
acumulaban aquí y allá. A pesar del desorden, me alegré de haber atinado el signo
de mi amiga, y de haberme preparado inconscientemente para el caos típico de
una escorpio. Nos acostamos todos en el camastro de la Cenicero y permanecimos
en silencio. Estábamos exhaustas.
–Gracias por dejarme dormir aquí. Mañana comenzaré a buscar un piso
compartido dónde vivir –les dije en un murmullo.
–Gracias a ti por quedarte –respondió Hansel, que quizás se sentía menos
triste al tener la compañía de una visita distinta a las habituales. La
Cenicero también percibió ese cambio en los mellizos, y carraspeó largo rato
antes de atreverse a hablar:
–Azulão, necesito que me ayudes aquí también, no sólo en el bar… Es más,
si Bella no acepta pagarte, yo compartiré contigo mi sueldo.
“De acuerdo”, respondí, y luego nos dormimos. En pocas horas serían las
doce de la noche, y tendríamos que estar listas para ir de nuevo a El Caldero
de Oro y comenzar allí la jornada. La vida en la Capital era muy dura, pensé,
pero tener amigos ayudaba a hacerla
más llevadera. Y me sentí afortunada de contar con tan buena estrella (fugaz,
eso sí, como la de la constelación del Hada), porque apenas llevaba dos días en
la ciudad y ya había encontrado unos cuantos a los que podía colgar esa
etiqueta.
Entonces recordé a mi Madre, para quien yo era su única amistad
verdadera…, y también a mi Padre, que llevaba años acostumbrándose a la
soledad. Es curioso que, mientras más sentimientos se tiene, mayor es el vacío
en la boca del estómago. Yo, al menos, me dormí con una sensación de hambre
insoportable.
Gato bostezó y
se acurrucó de nuevo en el lavamanos, donde solía dormir cuando estaba enfadado
con su compañera de habitación. Los de la pandilla de Rosa chatearon antes de
irse a la cama, y todos se mostraron preocupados por ella. Es más, Sinclair se
quedó dormido al otro lado de la puerta de la habitación de la chica, hasta que
un Monitor lo encontró y envió de vuelta a su casa con una sanción leve en su
expediente.
Mientras tanto, una
persona de quien aún no hemos hablado contó los días que quedaban para la
Navidad y los apuntó en el calendario. Otro
desconocido encontró un color de pelo igual al de Rosa y compuso una peluca
con esos cabellos..., y para respetar su intimidad, tampoco diremos el nombre
de alguien que despertó sobresaltado
con la misma pesadilla flamígera que perseguía a la huérfana. Del Príncipe
nadie tuvo noticias. Y Rosa durmió una noche más sin el falso consuelo de los
somníferos ni de las golosinas.
Comentarios
Yo detesto llamar la atención, aunque bueno, los de mi signo somos tendientes a deprimirnos. Más digo: Una cosa es ser depresivo y otra distinta, tener depresión.
Que feo ponerle a esa mujer como madre a esos niños.
Justo que pensaba en que la comida sustituye al amor, lo has puesto.
¿por qué agregarle el McCartney?
Bueno, seguiré leyendo, antes de caer en un odioso análisis
¿Por qué McCartney? Tomé algunos elementos prestados de la famosa modista, aunque sólo quería hacer una referencia "de paso". Bella es un personaje muy diferente.
¡Insisto, sólo hay que esperar!
Somos incomprendidos, es lo único que puedo afirmar jaja Las apariencias engañan.
The End
Es que la paciencia no es una virtud para mí, pero seguiré leyendo todo lo que sea puesto acá, por supuesto.
Y lo último, me dio mucha risa que seamos del mismo signo :P