Capítulo XII (primera parte)


La casa en llamas. El humo pintándolo todo de negro. El crepitar de la madera, las vigas crujientes. Calor, tristeza, rabia y más fuego
–¡FUEGO!
Rosa despertó sobresaltada de su pesadilla habitual, con la respiración tan agitada como la primera vez que la tuvo. Se encontró a sí misma sobre la cama, perlada de sudor y con el libro aún en la mano; estaba en la misma posición en la que leía de madrugada, cuando la había vencido sueño. Sabiendo lo que significaba el alarido proferido por su compañera de dormitorio, Gato saltó del lavamanos y fue a consolarla con ronroneos y un lametón de su áspera lengua.
La chica comprobó que afuera ya amanecía. Se había quedado dormida sin ponerse el pijama, y sin haber levantado de nuevo el castillo de cojines y almohadas donde escondía su intimidad de las cámaras de vigilancia. Entonces miró a la lámpara del techo –suponiendo que aquel era el lugar perfecto para ocultar una de ellas– y le enseñó el dedo corazón a los Guardias Reales que debían de estar observándola; aquella era la única forma posible de desearles los buenos días, dada una situación en la que hasta el menos cordial de los saludos hubiera resultado hipócrita.
Fue a mirarse al espejo del cuarto de baño, y comprobó que tenía un aspecto horrible: sus ojeras iban a peor y las raíces ya asomaban por debajo del tinte rosa, trayendo consigo el verdadero color de su pelo. La primera semana del año escolar había sido desquiciante, con desvelos mucho mayores a los habituales, chicos que querían ser Hadas, argumentos heréticos en contra de la Astrología, libros apócrifos, casualidades y Príncipes. Hoy domingo, día del Supremo Autor, Rosa supo que era imperativo restablecer el rigor y la normalidad a toda costa.
Buscó el calcetín-hucha donde escondía algunas monedas, y contó suficientes como para pagarse una sesión de peluquería y un billete de autobús ida y vuelta; cogió el libro que tanta esperanza y desesperanza le estaba trayendo, se despidió de Gato y salió rumbo a la avenida Hoffmann, donde se encontraba la mejor peluquería de la Capital. El contraste de colores sobre su cabeza no eran sino otro síntoma del caos en que estaba sumida su existencia, y un problema que debía solucionar –nunca mejor dicho– de raíz.
Rapunzel’s no era un salón de belleza barato, sino más bien todo lo contrario; un auténtico lujo al que Rosa, pese a sus escasos ahorros, no estaba dispuesta a renunciar. Allí trabajaban verdaderos artistas, capaces de crear peinados maravillosos a partir de un cabello rebelde y maltratado. El suyo, en su estado natural, ofrecía una buena materia prima, así que siempre salía de allí con unas ondulaciones perfectas y rosadas.
Primero le lavaron la cabeza; luego le dieron un masaje relajante, y cuando todo estuvo a punto, le ofrecieron sentarse en la silla para ser atendida por la mismísima Rapunzel. Ésta le recomendó un par de revistas de Cuentos de Hadas, pero Rosa tenía su propia bibliografía al respecto…, así que sacó el tomo I del Tratado de Astrología Elemental (para asombro de todos los presentes, que la creyeron una chica muy aplicada) y continuó con la lectura de las memorias de Azul. Debía encontrar en ellas alguna pista que la condujese a la guarida chico-Hada, para que éste la ungiera con un signo y la hiciera comulgar con la armonía matemática de la Astrología.
Al mediodía siguiente, después de barrer y limpiar por encima El Caldero de Oro (¡porque dejarlo impoluto llevaría meses!), me fui a recorrer varias inmobiliarias del Casco Antiguo; y es que la noche anterior había tenido una idea estupenda que quizás me salvaría de tener que mendigar alojamiento hasta que recibiera mi primera paga.
Entré en una agencia donde me atendió un tío seboso y feo que exudaba profusamente, manchando el cuello de la camisa y empapando incluso la corbata. Fue amable y servicial, pero parecía no escuchar lo que yo le decía: primero me ofreció una villa palaciega de siete dormitorios, jardín-laberinto y piscina en el monte Rosenberg, y de allí saltó a un ático con vistas al Río, jacuzzi y poste para anclar un dirigible. Cuando finalmente conseguí hacerme entender –y mi interlocutor comprendió que mi economía era bastante limitada–, me remitió a otra agencia dos calles más abajo, donde estaba seguro de que podrían atenderme mejor, según dijo.
El segundo consultor inmobiliario no era más listo que el primero, aunque sí mucho más modesto; tanto en su forma de vestir (traje de paño, corbata de poliéster y una cortinilla que le cubría la calva) como en las propiedades que me ofreció en alquiler: un piso de dos habitaciones en el Ensanche, un loft en pleno Distrito Financiero y un apartamento “pequeño pero con encanto” en el Casco Antiguo, completamente reformado con las máximas calidades. De nuevo tuve que explicar que no tenía dinero ni para comer, y que todo cuanto me ofrecía –con insoportable insistencia– estaba fuera de mis posibilidades. Después de soplar y resoplar por la nariz tras cada una de mis negativas, me remitió a la agencia de otro compañero…, o mejor dicho, al cuchitril ubicado en un semisótano, tres calles más abajo, donde el pobre hombre trabajaba sentado en una pequeña mesilla de impresora.
El tercer cerdito –desde el cariño–, quien por lo visto no había conseguido jamás una comisión por ventas (ya que vestía un traje manchado y raído, y parecía haber dormido en una pocilga), fue bastante más sincero que sus predecesores. Lo primero que preguntó fue “¿Cuánto tienes?”, y yo le enseñé las dos pulseras que la Carpa Dorada había trasmutado sin querer en oro. Una vez más eché de menos a aquel pez alquímico, cuya amistad me habría permitido alquilar el primer chalet que me ofrecieron… ¡Juro que le habría dejado vivir en la piscina, en lugar de tenerlo en una pecera!
El Consultor inmobiliario buscó un catálogo de pisos minúsculos, feos y mal situados, y me pidió que lo revisara. Después de obligarme a mí misma a olvidar las comodidades del hogar de mis Padres, descubrí que no todas las opciones eran terribles, e incluso hubo una que me interesó especialmente: se trataba de un trastero abuhardillado, en la última planta de un edificio cerca de la rambla de la Estrella Polar. Si me quedaba con ése, viviría en un lugar equidistante a la Travesía del Arcoíris y al piso de Bella. Además, el propietario no exigía garantías y sólo le interesaba el pago del mes en curso. Los únicos puntos negativos eran que apenas cabían una cama y un escritorio, que tendría caminar siempre a gachas debido a la altura del techo, que no contaba con cédula de habitabilidad (era una vivienda Ilegal, ¡como yo!) y el hecho de que no tuviera ventanas, excepto una claraboya a través de la cual se veía el cielo, según prometía su dueño. Me pareció romántica la idea de ver las estrellas desde mi cama, y pensé que sería pan comido el mantener ordenado un espacio tan pequeño. Acepté, pues: le di al tercer Cerdito mis dos pulseras de oro y me fui de allí con un contrato de alquiler bajo el brazo. ¡Ya tenía casa!
Me instalé esa misma tarde, después de ayudar a Hansel y Gretel con sus deberes y a la Cenicero con la limpieza del enorme piso de Bella. La madre de los niños no salió de su habitación en toda la tarde; parecía dormir profundamente y no necesitar nada más.
Cuando por fin llegué a mi estudio –es decir, a mi trastero particular–, lo hice armada con una buena provisión de productos de limpieza que me regaló la Ceni; desinfecté todo de arriba abajo, alineé los dos únicos muebles con las baldosas del suelo, me reí de mí misma al saberme tan condicionada por mi infancia como niña virgo, y me acosté un rato a descansar, mirando cómo anochecía y aparecían las primeras constelaciones a través del ventanuco en el techo. ¡Qué “minimalista” era aquel sitio! ¡Si hasta podía sacar la cabeza fuera al ponerme en pie sobre la cama!
Aguantar el primer mes en la Capital conllevó muchos sacrificios. No tenía la costumbre de realizar trabajos físicos (como el que exigía la limpieza diaria e intensiva, al menos por mi parte, de El Caldero) y estuve con agujetas durante un par de semanas. Ya que no me podía comprar ropa, tuve que lavar y planchar cada día el mismo conjunto con el que abandoné la Campiña, arriesgándome a que me identificara la Guardia Real si mi Padre había puesto una denuncia detallada, o si los Funcionarios se habían quedado con una idea de mi aspecto el día que les ataqué con fuegos artificiales y frutas. Por suerte, el color azul de la tela destiñó y desapareció de tanto lavarlo, y tras unos retoques de aguja e hilo (que cogí prestados de Bella, aunque ella nunca lo supo) pronto pareció una prenda completamente diferente. Por  último, cuando conseguí que Pushkin me diera un delantal para limpiar el bar sin ensuciarme, consideré que mi problema de vestimenta estaba resuelto.
Tras dedicarle algún tiempo a aquel amargado Tabernero, cualquiera podía descubrir que tenía un corazón de oro. Su constante mal humor se debía a la frustración de no poder vivir la aventura de su vida, estando (como estaba) condicionado por un trauma del que era imposible hacerle hablar…, así como por una Carta Astral que le mantenía atado al bar y a la profesión de Empresario. En cualquier caso, el tenerme cerca parecía animarle, e imaginé estúpidamente que sería por la novedad de conocer a un chico que quería ser Hada, o por ver cómo me brillaba la mirada cuando asistía al espectáculo de Rubí y Esmeralda. ¡Qué cruel fue entonces al callarse la verdad!
Vi cada una de las actuaciones del dúo de Hadas desde mi mesa detrás de la columna y junto a la Ceni, que a través de mis ojos comenzaba a apreciar cada vez más a aquellas dos grandes Artistas. Pero mi amiga sólo se animaba de verdad los días en los que podía salir a divertirse; los aprovechaba para ir a Ipanema, una discoteca cerca de la Plaza Mayor donde, según ella, tocaban la mejor samba de la Capital…, y donde estaba convencida de que encontraría novio en cualquier momento, gracias a sus dotes para el canto y el baile.
Yo ocupaba todo mi tiempo en trabajar, y así era feliz. Sentía que estaba en el camino hacia mi sueño, que todo era cuestión de empeño. Por supuesto, muchas veces me sentí desfallecer y deseé volver junto a mi Madre, sólo para descansar y para que me hiciera la comida, en lugar de tener que hacérsela yo a alguien (a dos Gourmets tan exigentes como sólo podían serlo Hansel y Gretel, además)... Pero la certeza de que todo saldría bien no me abandonaba, y la cercanía de mi primer sueldo me mantenía en pie. ¡Pronto podría pagar a las Hadas, quienes me revelarían los pasos para convertirme en una de ellas!
Sin embargo, poco antes de ese día tan esperado conocí a una persona que con el tiempo he llegado a querer como si fuera de mi familia. Postergaré el relato de mi primera paga para hablar antes de él.
Recuerdo que la noche anterior fue la Cenicero quien preparó la cena en casa de Bella. La dueña del piso no se presentó a la mesa, como era habitual, y los niños atacaron sus respectivos platos con voracidad. Una velada igual a cualquier otra, hasta que noté a mi amiga demasiado amable..., y observé que mi plato estaba especialmente lleno.
–Azulão, mi amor, tengo que pedirte un favor…
–Claro, dime de qué se trata –dije con naturalidad, como si no hubiera sospechado nada desde el momento en que la vi tan sonriente.
–¿Puedes sustituirme esta noche en el bar?
–¡Por supuesto! Es más, ni siquiera te voy a preguntar por qué, para qué o para quién…
–¿Y puedo pedirte también otro favor, Azulito?
–Vamos, suéltalo todo de una vez.
–¿Mañana podrías encargarte de recoger a los niños en el colegio?
–De acuerdo, ¡pero ahora sí tendrás que contarme qué está pasando!
Al parecer, la Ceni se había echado novio la noche anterior: un chico guapísimo y mucho más joven que ella, con el que bailó hasta caer rendida y a quien ella llamaba cariñosamente “Sapito”, dado un empleo excesivo de la lengua a la hora de besar.
–No hace falta que entres en detalles.
–Le estoy enseñando a hacerlo bien, pero necesitamos tiempo a solas, ¿comprendes?
–¡Perfectamente! Pero córtate un poco, que estamos delante de los niños. Por cierto, chicos, queda decidido: mañana os iré a buscar a la Escuela y de allí iremos a dar un paseo.
Valga la aclaratoria de que no es Sapito esa persona tan especial para mí, y de quien sentí la necesidad de escribir. Lo digo para evitar confusiones, o que alguien pueda suponer cosas descabelladas. ¡Por todos los Astros, si es el novio de mi mejor amiga! ¿En que mente calenturienta podría caber que yo…? En fin, mejor olvidémoslo.
Al día siguiente, y pese a las protestas de Hansel –que aseguraba estar a punto de quedarse ciego del hambre– y de Gretel –quien decía encontrarse cansadísima y sin fuerzas para caminar–, dimos un paseo por el Gran Parque...

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
jajajaajjajaja Sapito es bien conocido por mi tierra y con eso lo digo todo jaja

Azul es tan genial, puede encontrarle romanticismo al vivir en un cuchitril, sólo por poder contemplar las estrellas ^^
Galileo Campanella ha dicho que…
Me has arrancado una sonrisa. ¡Ojalá yo pudiera ver el lado positivo de las cosas con la misma facilidad que Azul!
Emily_Stratos ha dicho que…
¡Y yo!
Dark Wolf ha dicho que…
Hola, he empezado a leerlo por la recomendacion en libresfera y la verdad me tiene enganchado, se hace muy agradable de leer.

saludos, sigue asi
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Muchas gracias! Espero que el resto de capítulos te parezcan igual o más agrabales... ¡La historia se complica a partir de ahora!

Por cierto, la novela llegará a las librerías entre agosto y septiembre de este año, y en breve (muy en breve, ¡por eso estoy desvelado!) comenzaré a publicar online la secuela...