Capítulo XV (quinta parte)
Rebusqué en mi sujetador (un improvisado y conveniente bolsillo, tal y como
descubrí esa misma mañana) y encontré la solución. Le entregué la tarjeta que
me habían dado las Hadas, señalé el número al que debía llamar y le acerqué el
teléfono inalámbrico.
Habló con la recepción de la Clínica Perrault mientras yo colocaba
sábanas nuevas en una cama que estaría vacía quién sabe por cuánto tiempo.
Luego la ayudé a ponerse en pie y a hacer las maletas: guardamos dentro sus
camisones blancos, sus artículos de higiene personal y, a modo de pasatiempo,
varias telas sin cortar, aguja, hilo, y algún vestido inacabado que envejecía
lentamente sobre los maniquíes.
Cuando salimos, encontramos a los niños y a la Cenicero sirviendo la
mesa. Todos se sobresaltaron al ver a Bella, que les saludó con una sonrisa
tristísima. Estaba demasiado cansada como para cargar las maletas, así que fui
yo quien las dejó junto a la puerta del ascensor; mientras tanto, ella se sentó
a la mesa y pidió que le sirvieran también un plato.
Cenamos en silencio. Nadie se atrevía a preguntar lo que ocurría, ni a
levantar siquiera la mirada. Aquello me hizo recordar las cenas en mi casa,
cuando mi Padre y mi Madre estaban enfadados y yo apenas podía tragar la
comida. Muy al contrario, Hansel y Gretel devoraron la cena en cuestión de
segundos, llevaron los platos sucios a la cocina mientras aún masticaban, y se
escondieron en silencio es su habitación. Su angustia era tan manifiesta, que
casi parecía un comensal más entre nosotros.
La Cenicero estaba más enfadada que preocupada, aunque también callaba…,
hasta que no aguantó más la tensión:
–¿Podéis explicarme para qué son las maletas? ¿Te vas de vacaciones,
Bella? –dijo con el tenedor en la mano, como si fuera un tridente bien afilado.
–No, aunque ciertamente me voy durante un tiempo y espero regresar más
aliviada. En la Clínica podrán ayudarme; quizás consiga volver a dormir sin
necesidad de tomar “Z”.
–¿Y qué pasará con los niños?
–Esperaba que tú y Azul pudieseis haceros cargo de ellos…
La Ceni zapateó y se levantó de su silla. Gritó que los mellizos
necesitaban a su madre, que la responsabilidad de cuidarlos era muy grande y
que la actitud de Bella era egoísta y vergonzosa, con muchos y coloridos tacos
entre medias. El estómago se me cerró de golpe, así que me levanté de la mesa
sin hacer ruido, fui tras Hansel y Gretel y dejé que Bella y la Cenicero
resolvieran a solas sus problemas, desde hacía tiempo gangrenados y en avanzado
estado de descomposición. Cuando entré en la habitación de los mellizos,
encontré a Gretel haciendo también su pequeña maleta.
–¿Y tú a dónde vas?
–A la Clínica, con mamá –dijo la niña muy seria, mientras intentaba meter
su enorme unicornio de peluche en un bolso de mano.
–No creo que nos dejen estar allí, corazón. ¿Tú qué opinas, Hansel?
El niño estaba acostado en su cama, cubierto hasta la cabeza con la
sábana.
–¡Me da igual! Si nos quiere abandonar, que se vaya. Yo no pienso ir tras
ella.
–No os está abandonando… Tan sólo pasará una temporada en la Clínica para
poder curarse. Los Doctores la ayudarán a sentirse mejor.
–¿Y qué hay de nosotros? ¿Quién nos hará sentir bien?
Mis palabras fueron un bálsamo inútil; Gretel siguió guardando trastos en
su mochila de la Escuela, mientras que Hansel refunfuñaba y lloriqueaba bajo
las sábanas. ¿Cómo habría reaccionado yo ante una situación similar? No tenía que
pensarlo demasiado, ya que algo parecido me ocurrió cuando tenía la misma edad
que los mellizos. Fue precisamente el día en que mi Madre preparó aquella tarta
de cumpleaños con el Hada de azúcar, a la mañana siguiente de discutir sobre la
constelación que yo acababa de descubrir…
Dinner at Eight, de Rufus Wainwright
Mi Padre entró en la cocina cuando mi Madre y yo acabábamos de terminar
de decorar el pastel; vio la escena feérica que representaba y sin mediar
palabra me arrastró al jardín, saliendo por la puerta trasera de casa. Estaba
tan disgustado que incluso evitaba mirarme a los ojos; es más, empleó la mano
que le quedaba libre para cubrirme con la capucha de la chaqueta y no ver
siquiera de reojo el reflejo azulado de mis cabellos.
Me llevó al tocón de un árbol, junto al que estaba apilada la leña que
debía ser partida antes de que llegara el invierno. El frío fue intenso y
prematuro ese año, y el aliento de la respiración agitada se hacía nube delante
de nuestras narices. Mi Padre cogió un leño, lo cortó en dos con un golpe seco
de su hacha y luego me tendió el arma, obligándome a que repitiera la acción.
Amenazó con que, si no lo hacía, sería yo quien alimentase la chimenea cuando
llegara la primera nevada. Lo dijo sin que le temblara la voz, y yo le creí.
El hacha pesaba muchísimo, así
que fallé cada golpe que intenté dar. Yo no la había blandido nunca, ni hecho
trabajo físico, porque mi única labor hasta entonces había consistido en
estudiar cada tomo de cada tratado de Astrología en nuestra biblioteca. El
hombre se enfadaba más a cada instante y no paraba de gritar, hasta que se
hartó de mi incompetencia y regresó a casa.
Las manos me dolían por el
esfuerzo. A punto estuve varias veces de desistir, pero entonces sentí el frío
aguijonazo de un copo de nieve en la cara. El corazón comenzó a palpitarme con
fuerza, y no se calmó hasta que acabé de partir la leña dos horas más tarde,
cuando todo el jardín estuvo cubierto de blanco. Dejé el hacha sobre el tronco
e intenté cerrar los dedos en un puño, pero no pude moverlos de tan helados que
estaban.
Regresé a casa, aunque antes
me entretuve en hacer la primera Hada de nieve del año, y distraerme así de las
amarguras que debía soportar. Al entrar de nuevo por la puerta trasera,
encontré a todos los empleados domésticos reunidos en la cocina y oí discutir a
mis Padres en la planta superior. Los Ayudantes me invitaron a quedarme allí
con ellos, y las chicas del Servicio me entretuvieron con su conversación
mientras preparaban la cena.
Me senté con todos ellos en la
mesa, procurando no hacer caso al Chófer, que bajaba por las escaleras con
numerosos bultos de equipaje y los ordenaba a continuación en el maletero del
coche. Mi Madre salió al poco rato de su habitación, arropada con su abrigo y
dispuesta a despedirse de mí; dijo que pasarían unos meses en la Capital, que
no debía preocuparme por nada y que me llamaría todos los días. Mi Padre
apareció tras ella, dio instrucciones a sus Ayudantes y a las Criadas, y se fue
sin decir nada más.
Después de la cena, corté un
trozo de tarta e intenté comérmelo, mirando cómo caía la nieve a través de la
ventana de mi habitación. No lloré, ni quise ir tras ellos pidiendo perdón por
algo que no era culpa mía. Tampoco comí pastel; simplemente contemplé la
blancura infinita y elegante de la nieve.
Regresaron la primavera del
año siguiente, aparentemente recuperados de la crisis matrimonial que yo les
había causado, y jamás volvieron a hablar del tema. Pero yo nunca olvidé
aquellos seis meses de angustia continua, con un trozo de tarta en la mano, la
mirada perdida y sentado día tras día en la misma silla.
Ver a los mellizos a punto de
pasar por una situación similar me rompía el corazón. Acobardada de ellos,
preferí regresar al comedor, donde los ánimos ya se habían calmado un poco;
Bella le estaba dando instrucciones a la Cenicero sobre el pago de algunos
recibos, y mi amiga la escuchaba cabizbaja. Cogí una chocolatina y la
mordisqueé, mirando por la ventana, sintiendo los latidos furiosos de aquellos
recuerdos en mi cabeza.
El Taxista llamó al
telefonillo, y la exDiseñadora arrastró los pies para contestar. La Ceni y yo
llevamos las maletas al ascensor, bajamos con ella a la calle y nos despedimos
sin más.
–¿Quieres que busque a los
niños para que puedas decirles adiós? –le pregunté a Bella, alzando la voz por
encima del ruido de los coches.
–No, ya les he causado
bastantes disgustos por hoy. Sólo espero recuperarme pronto y poder
compensarles por todo esto.
–Lo harás –dijo la Cenicero,
más tranquila y también profundamente apenada, aunque sus palabras seguían
sonando a amenaza.
–Gracias a las dos. Os debo la
vida.
El taxi se puso en marcha, y
mi amiga y yo nos encontramos despidiéndonos con la mano de una ventanilla de
cristal tintado. Subimos de nuevo al piso, fregamos los platos, apagamos las
luces y nos derrumbamos en el sofá.
–¿Qué vamos a hacer ahora?
Somos responsables de dos niños pequeños.
–Y de mantener limpia una casa
y un bar.
Escarbamos en el centro de
mesa, entre los envoltorios de cientos de dulces, para ver si quedaba algún
superviviente. Hallamos un par que nos llevamos al gaznate casi por inercia. En
mi mente ya no había sitio para vestidos, alas de mariposa ni unicornios,
fueran de peluche o de verdad.
–Ef fíficamente impofible que
configamos haferlo todo –dijo la Cenicero con un caramelo en la lengua que
luego se tragó sin masticar.
–¿Y qué propones? –pregunté,
sacándome el mío de la boca.
–Simplificar. ¡Niños! –gritó
mi amiga en dirección a la habitación de los mellizos–, ¡haced las maletas!
–Gretel está en ello… ¡Un
momento! ¿A dónde vamos a llevarlos?
La Ceni me guiñó el ojo con
complicidad y volvió a bramar a los mellizos, con un potente vozarrón que
cubrió los trescientos metros cuadrados del piso.
–¡Y daros prisa! Iremos a un
sitio estupendo, ¡pero debemos llegar antes de la media noche!
Comentarios
Cada vez me parece mas dulce Azul y mi corazón de abuelita le sonríe.
Pronto tendré que convencerme de lo terrible: Es sólo un personaje ficticio :S
El acto típico del padre es querer cambiar lo que no se puede controlar ¬¬