Capítulo XX (segunda parte)


Cuando desperté, me quedaba el tiempo justo para elogiar a Bella por su talento y darle mil veces las gracias; ducharme en el baño de su habitación de hospital (para limpiarme el rotulador rojo del Doctor Unicornio, más que nada) y coger el último tren hacia la Capital. Llegué a El Caldero de Oro cinco minutos pasada la media noche, pero Pushkin y la Cenicero me recibieron con una sonrisa en lugar de reñirme por llegar tarde.
–¿Qué tal ha ido? ¿Cómo se encuentra tu amiga? –preguntó el Tabernero.
–Mucho mejor, ¡gracias por preguntar!
–¿En serio? Me alegro por ella –dijo la Cenicero…, aliviada, al igual que Pushkin, de pensar que algún día podría regresar al magnífico piso de Bella con los niños–. ¿Y qué es eso que llevas allí?
–Ven conmigo y te lo enseño. ¡Sólo tardaremos cinco minutos, jefe!
La Ceni dejó una bandeja llena de jarras sobre la barra y me siguió al camerino, donde Rubí y Esmeralda ya se preparaban para su actuación. Abrí la puerta sin llamar antes, y las Hadas nos recibieron apuntándonos con el lápiz de labios y el aplicador de rimel, como a punto de realizar una invocación para defenderse de las intrusas.
–Chicas, bajad las armas y mirad lo que me han regalado…
Dicho esto, desdoblé ante ellas el vestido que Bella creó para mí. Rubí y Esmeralda se levantaron de sus sillas y comenzaron a saltar emocionadas. La Cenicero se cruzó de brazos y no se unió a la celebración, relegada por decisión propia a un rincón junto a la puerta.
–¡Es precioso! –dijo Esmeralda–. ¡Una prenda así debe costar una fortuna!
–¿Y dices que Bella McCartney te lo ha dado? –preguntó Rubí, fingiendo suspicacia para ocultar lo encandilada que estaba por aquella joya de alta costura.
–No me lo puedo creer… –refunfuñó la Ceni a mis espaldas–. Llevo años cuidando a sus hijos y jamás me ha reglado otra cosa que no sean insultos, arañazos y malas caras.
–Lo siento, amiga; yo tampoco me esperaba algo así. Estoy segura de que diseñará algo para ti también. Es más, el día en que vayas a visitarla…
Sí, procuraré llevar una faja para poder embutirme en el vestido de Princesa que debe estar haciendo mientras piensa en mí. Luego podremos disfrazarnos y jugar todas juntas a los Cuentos de Hadas. ¡Qué soberana estupidez! Por mí, Bella puede pudrirse en el hospital.
La Cenicero salió del camerino dando un portazo. Afortunadamente, el ruido del local impidió que escuchase las carcajadas a dúo de las Hadas.
–Azulito, ¡ya sólo te quedan dos puntos de la lista! –dijo Esmeralda emocionada, y secándose una lágrima de risa con la uña larga y verde de su pulgar–. Tenemos que comenzar a pensar en un nombre artístico para ti-
–Esperad chicas, antes debo deciros una cosa muy importante: creo que no podré continuar con esto. Abandono.
“¡¿Cómo?!”, exclamaron las dos al unísono, y una de las bombillas que rodeaba el espejo del camerino se rompió a causa de sus vozarrones.
–Veréis: ya que estaba en la Clínica, aproveché para hablar con el Doctor Unicornio…
–Vaya –dijo Rubí mientras le lanzaba una mirada cómplice a Esmeralda–, entonces ya puedes tachar tres puntos de la lista-
–No, sólo dos, y hasta ahí llegaré. ¡Es imposible pagar lo que pide por la operación!
–Así es.
–Tendría que vender varias partes de mi cuerpo sólo para poder hacerme un implante de alas, ¡o venderme entera, incluso! Y digo yo, ¿dónde me pondrían luego las alas? No tiene ningún sentido. ¿Cómo lo hicisteis vosotras? ¿Cuál es vuestro secreto?
–No lo hay, Azul. Nuestra historia es muy parecida a la tuya (y debes perdonar a Pushkin por contárnosla; el pobre es incapaz de guardar un secreto). Con sólo verte nos reconocimos en ti tal y como éramos hace unos años, pero la curiosidad nos carcomía y decidimos confirmar cada sospecha con el Tabernero. Esto quizás te resulte familiar: nadie le explicó a nuestros padres que las Cartas Astrales de sus hijos contenían una grave errata, y que pese a condenarnos a una profesión muy distinta, en realidad estábamos llamadas a ser Hadas. Tampoco fue fácil para nosotras convencernos del error, ¡y es que ningún niño quiere decepcionar a sus padres, ni sentirse preso en una anatomía equivocada! Pero llegó el día en el que, por distintos motivos, se despejó nuestra consciencia y lo vimos todo muy claro; hicimos entonces las maletas, nos fuimos de casa, y comenzamos a recorrer ese difícil camino que llevaba a una promesa, a una imagen difusa, libre y alada –dijo Esmeralda, en el discurso más lúcido que había pronunciado desde que la conocía.
–¿Por qué crees que luchamos en contra de la Monarquía y su séquito de Astrólogos? ¡Ya es bastante duro es el camino, como para cargar además con unas sanguijuelas así de gordas a nuestras espaldas! Tú has tenido suerte, Azul, porque desde pequeña supiste lo que querías y descubriste pronto la verdad sobre la Astrología, y porque en muy poco tiempo (¡mucho menos que nosotras!) conseguiste tachar dos de los cuatro puntos de la lista. ¿Cómo te atreves a decir que tiras la toalla, después de trabajar tanto y de saberte tan afortunada?
–Además, ¿acaso no piensas en tu futuro? ¿Es que estás dispuesta a sentirte incompleta el resto de tus días? Yo tuve que trabajar y ahorrar durante cuatro años sólo para pagar el implante de alas... Y sí, fue agotador, ¡pero te aseguro que valió la pena! –añadió Esmeralda.
–Es demasiado tiempo. ¡Con las prisas que llevaba! Estoy segura de que a la larga también conseguiría implantarme alas, pero no podría pagar el resto de la operación. ¡De ser así, jamás dejaré de sentirme como un proyecto inacabado! Nunca seré como vosotras...
Rubí dio un paso al frente y me arreó una bofetada que hizo saltar por los aires el cintillo con el que mantenía ordenados mis cabellos. Las extensiones rubias me cubrieron la cara, y una hinchazón con la forma de la mano del Hada encarnada me coloreó la mejilla.
–Escúchame bien, Azul: ¿qué somos Esmeralda y yo para ti?
–Sois mis Hadas madrinas –respondí con calma, aunque aún dudaba si debía devolverle el manotazo.
–¿Y quién te ha dicho que estamos operadas?
–¡¿Es que acaso no lo estáis?!
–No. Tal y como dices, ahorrar semejante cantidad es casi imposible. Implica tantos sacrificios que nunca nos hemos sentido con fuerzas suficientes para intentarlo.
–Además, ¡cuánto miedo da la operación! ¿Cómo será? ¿En qué consiste? No conozco a nadie que la haya sobrevivido. Se dice que ni la mismísima Campanilla se atrevió a pasar otra vez por el quirófano después de implantarse las alas –dijo Esmeralda, cerrando los ojos para recordar a la famosa diva que, según contaba la leyenda, desapareció junto con su popularidad cuando sus admiradores dejaron de aplaudirle durante horas tras cada balada.
Pero la leyenda resultó ser sólo eso y tener poco de verdad; el mito de mi infancia se vino abajo por partes, como en una demolición controlada. Primero supe que Campanilla no se esfumó de forma tan romántica, sino que vivía retirada en su mansión del monte Rosenberg…, y ahora Esmeralda me sorprendía conque tampoco estaba operada, ¡como Rubí y ella misma!. Quizás al menos habría tenido la suerte de nacer siendo mujer, pero ya no podía estar segura de ninguna de mis cábalas.
De haber sabido la verdad sobre Campanilla cuando aún era niño –y no me perdía por nada del Mundo el programa infantil que presentaba en la televisión pública–, ¿habría sido mi inspiración, mi musa? Siempre me asalta esa duda. Ahora, ¿la pulsión dentro de mí habría sido lo suficientemente fuerte como para llevarme por este mismo camino? Sí, y mil veces sí. No me habría hecho falta ver encarnado en ella mi futuro, como tampoco habría necesitado que una estrella fugaz me convenciera, en mi inocencia, de que existía tal cosa como la constelación del Hada. Aquellas fueron simples casualidades y nada más; de no tenerlas, habría inventado cualquier otra excusa para justificar mi sueño ante los demás.
Entonces ¿por qué iba a echar en falta el que mis dos Hadas madrinas lo fueran “de los pies a la cabeza”, como anunciaba el cartel de su espectáculo? Pensé en la cantidad de veces que hice el ridículo ante Pushkin y ellas por ser tan ingenua, pero mi sonrojo pronto se esfumó. No habría sido lógico avergonzarme de mi alma cándida, ni de dos personas de las que en realidad me sentía tan orgullosa.
Esmeralda me tomó de la mano con delicadeza:
–Cuando llevas toda la vida luchando por alcanzar una meta que nunca llega, te das cuenta de que más te vale comenzar a disfrutar del camino. Algo cambia entonces; respiras hondo, suspiras y te relajas. Empiezas a recrearte en los pequeños placeres de la travesía…
–Pero el miedo inicial pronto se transforma en otro muy distinto: en la angustia de que algún día acabe todo, en el terror de alcanzar el final del camino y completar la metamorfosis. “¿Qué vendrá después?”, te preguntas. “¿Qué sentido tendrá seguir viviendo cuando mi sueño se haya hecho realidad?”.
Recordé mis propias reflexiones e inseguridades de esa misma mañana, frente al espejo, y observando luego a la mariposa a través de la ventanilla. Todo a la vez que escuchaba atentamente a Rubí, a la que últimamente se le daba muy bien el aleccionar a los demás.
–Hace años que deseo ser yo misma para que la gente me quiera. “¿A quién no le gustan a las Hadas?”, decía Campanilla en su programa. Quizás pienses que soy una cobarde al haber descartado la idea de operarme (y que mi carácter no es siempre el más adorable), pero el público me aprecia tal y como soy. ¡Me siento bien conmigo misma! Aunque en este momento de mi vida, aún me falte tachar el cuarto punto de la lista.
–Yo, en cambio, deseo ser un Hada no para que me quieran, sino para poder querer a los demás; para hacerles felices cada vez que salga al escenario a actuar. ¿Y sabes qué?: cuando canto con Rubí a mi lado, eso es justo lo que consigo, aunque a mí también me quede por tachar el cuarto punto de la lista –explicó Esmeralda.
–Dos tachones de un total de cuatro son más que suficientes para ser un Hada. Lo sería incluso uno, si te sintieras satisfecha. El resto es obra de la magia del espectáculo, pues cada vez que cantas estás más cerca de alcanzar el sueño. La distancia con la meta se acorta y por unos instantes te sientes plena.
Pensé durante unos segundos qué decir, pero no me atreví a soltarlo; mis palabras habrían sido propias de una persona derrotista, y quizás habría hecho sentir mal a mis amigas, que tan sólo intentaban animarme.
–Tranquila, no tienes que decir lo que sabemos estás pensando… –dijo Esmeralda–. “Para mí no es suficiente. Así no estaré satisfecha”.
–No buscas que la gente te quiera, ni hacer feliz al público cuando tú misma no lo estás, ni conformarte con sentirte Hada durante los pocos minutos que dura una tonada –aclaró Rubí, demostrando que realmente me conocían y se habían preocupado por entenderme–. ¡Tú quieres ser un Hada de verdad!
–Así es…
–Lo deseas simplemente porque es lo que eres. Porque estás en tu derecho a serlo.
–Y porque le debes unos cuantos favores a la gente –señaló Esmeralda– y crees estar en deuda con ellos. ¡No te das cuenta de que son los demás los que te deben tanto! Si no me crees, mira tu hermoso vestido: símbolo del cariño de una amiga a quien has ayudado…
–En realidad, te gustaría hacer realidad los sueños de los demás para no sentirte alguien egoísta, a quien lo único que le importa es alcanzar su objetivo –dijo Rubí como reproche.
–¡Pero eso no es ser egoísta! No tienes por qué avergonzarte de saber lo que querías desde muy temprana edad, ni por estar dispuesta a cruzar esa meta que da tanto miedo.
–Algo que vas a conseguir, por mucho que cueste y por muy difícil que lo veas ahora. Nosotras nos encargaremos de ello: vas a ser el primer chico que se convierta en un Hada de verdad, ¡te lo prometo!
–¡Porque te lo mereces!
–Y porque nadie más que tú tiene la suerte de tener no una, sino dos Hadas madrinas (y tan estupendas como nosotras, además).
Nos abrazamos y comenzamos a llorar, pues escuchar sus palabras hizo que mi dique de contención se derrumbara. Esa mole de hormigón me había permitido edificar un Reino interior sin que éste fuera arrasado por un torrente de lágrimas; había hecho de rompeolas ante los constantes embates de la vida, y de techo contra la tristeza durante veintiún años… Pero ahora era tanta el agua, y tan profunda en su presa, que podría haber estado sollozando con Rubí y Esmeralda varios días seguidos, de no ser por un grito de la Cenicero llamándome con urgencia que me obligó a cerrar el grifo. Me sequé las lágrimas aún tibias y salí del camerino a toda prisa, sin tiempo para reflexionar sobre la increíble transmutación que había operado en ellas, pues al salir de mis ojos ya no eran gotas de tristeza, sino de felicidad.

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
Me gustan las hadas, en especial Esmeralda que es tan dulce en tus palabras ^^

Estoy feliz, porque todo esto está lleno de poesía y de encanto.

Sigo la travesía :P
Galileo Campanella ha dicho que…
A mí también me encanta Esmeralda. ¿Me animaré algún día a contar la historia de cómo llegó a ser un Hada...?