Capítulo XXVI (séptima parte)
Let’s Call the Whole Thing Off, de Ira y George Gershwin
Los focos se encendieron sobre el escenario, descubriendo ante el público a
las Tres Hadas en su última función de la temporada. Los rabiosos aplausos iniciales
cesaron cuando los asistentes que colmaban El Caldero de Oro –y los que bullían
también fuera del local, delante de la gran pantalla–notaron que había algo
distinto en ellas.
–¿Dónde están sus alas?
–Yo recordaba a Rubí mucho más morena…
–Al menos Esmeralda está tan despistada como de costumbre.
–¿Y qué le pasa a Zafiro en el pelo? ¡Debe estar muy enferma, la pobre!
Pero tras los primeros compases, la magia de la música hizo efecto y los
asistentes parecieron obviar los sorprendentes cambios que habían sufrido las
cantantes en una sola jornada. Exceptuando a los estudiantes de Grimm allí
presentes, nadie más tuvo la certeza de que ninguna de las que estaba sobre el
escenario era realmente un Hada…, y el saberlo tampoco habría mermado su
entusiasmo; a fin de cuentas, la alegría y las melodías eran las que debían ser
(aunque algo menos afinadas).
Astreo estaba tan desinhibido que cantó como nunca lo había hecho,
literalmente. Después de una breve introducción de Aurora, en la que pidió al
público sumarse con sus voces, el Astrólogo tomó las riendas de la canción y ya
no quiso volver a soltarlas. La Repostera parecía divertirse tanto que la gente
le aplaudía las gracias y le silbaba; su hija era la única que, una noche más,
no conseguía estar a la altura de su fama y de las circunstancias. Aquella no
era, ni de lejos, la despedida que había deseado, pero sí el reencuentro
familiar más surrealista y entrañable que jamás se habría permitido soñar.
¿Cómo suponer que su Madre, su Padre y una hermana ignota le acompañarían en su
último concierto antes de la ansiada transformación?
Y fue entonces cuando se produjo el segundo chispazo de la velada; Azul
cayó en cuenta de que, si aquella era la última vez que actuaba como chico-Hada,
no sería gracias a que habría conseguido la armonía que le demandaba su mente.
No, el motivo sería muy distinto: ¡hacía apenas unas horas había estado en la
Clínica Perrault para cancelar la operación! Si ya no volvía cantar con Rubí y
Esmeralda, sería porque habría regresado al redil, obligada por sus Padres y
por un estrepitoso fracaso en realizarse.
El público era ajeno a la relativa tristeza del Hada, quien esa noche fue
más azul que nunca; cientos de
personas bailaban al ritmo de la música y aplaudían cada una de las entradas de
las cantantes. Coreaban la canción ya no sólo como si se la supieran de
memoria; parecía que llevaran años esperando a escucharla en aquel bar, con aquellas
voces y bajo aquel halo de feliz tristeza. Sin embargo, la magia del momento no
fue lo suficientemente poderosa como para silenciar el grito que interrumpió la
música y la singular actuación desde la puerta del local.
–¡Tú!
Rosa se escondió detrás de la barra, donde ejercía de improvisada Tabernera,
cuando vio aparecer a la Cenicero y a las verdaderas Rubí y Esmeralda. El
aspecto desaliñado y agitado de éstas inspiró tal respeto en el público, que los
clientes se apartaron poco a poco (con mesas incluidas) para que las recién
llegadas pudiesen caminar lenta y amenazadoramente hacia el escenario, agitando
las alas como tres feroces águilas a punto de despedazar a su presa.
La Cenicero fue la primera en subir a las tablas, sin apartar su mirada llameante
de Azul. No dijo nada: sólo le propinó un bofetón cuyo eco resonó en cada
rincón del bar.
–Ceni, yo…
Otra bofetada, esta vez en la otra mejilla, casi derriba a Azul de la
tarima. Aurora gritó de la impresión, y el público sintió en sus carnes la
hinchazón cálida y palpitante.
–Lo siento muchísimo, amiga, pero no hay tiempo para explicaciones –Habiendo
sentenciado esto, el chico-Hada le arrebató la peluca a la Cenicero y se la
puso sobre la cabeza de cualquier manera.
–¡Cómo te atreves a llamarte mi amiga después de lo que me has hecho!
Tras una nueva tanda de manotazos, Azul y ella forcejearon hasta que una consiguió
arrebatarle las alas a la otra. La falsa Hada roja quiso intervenir para
detener la pelea, pero Esmeralda le dijo a la desconocida –con aire de Maestra
karateka– que no debía interrumpir una batalla que era sólo entre Azul y la
Cenicero.
–Traidora, desgraciada… ¡Y encima te defiendes de mis golpes!
–Ceni, por favor, colabora un poco –dijo Azul, mientras la derribaba al
suelo y le quitaba los zapatos a la fuerza.
–¡Yo confiaba en ti! Te abrí las puertas de mi casa cuando no tenías ni
dónde dormir, ¡y tú me pagas quitándome el novio, que además resultó ser un Príncipe!
–¡Sí, lo sé, soy lo peor! Pero deja que te desabroche el vestido…
El público no podía creer lo que estaba viendo: sobre el escenario, Zafiro desnudaba
a la fuerza a una chica disfrazada de Zafiro, mientras que ésta le arreaba
patadas.
–Creo que este es un espectáculo para adultos –dijo Loa.
–¡Genial! –añadió Sinclair antes de recibir un coscorrón de parte de
Demian.
La Cenicero estaba agotada, tendida en el suelo, en ropa interior, jadeante
y humillada hasta la extenuación. Definitivamente, el inocente concierto había
dejado de ser apto para menores de edad..., e incluso para cualquier persona con
aprecio por la dignidad humana y algo de buen gusto.
–Espero que algún día me perdones, amiga –dijo Azul, y se acercó a la
palanca que abría la trampilla en el entarimado, justo debajo de la Ceni. Normalmente
servía para crear algún efecto especial o una entrada sorprendente durante la
actuación de las Hadas, pero ahora estaba apunto de tener un uso mucho más
valioso.
Tras tirar de la palanca, la trampilla dejó caer a la Cenicero al falso
fondo del escenario, cuya única salida daba convenientemente al camerino. El Hada Azul
–victoriosa y vestida finalmente como Zafiro– se colocó en el centro del
escenario a tiempo de recibir los atronadores aplausos del público (para
quienes aquello era parte del show) y
dar la bienvenida a los nuevos visitantes que en ese momento entraban en el
bar.
El Capitán de la Guardia Real mandó a callar a los presentes un par de
veces, sin éxito, hasta que se vio forzado a disparar al aire con su arma
reglamentaria.
–¡Silencio, en nombre de Su Majestad, el Rey Wenceslao III! –Varios trozos
de vigas de madera negra llovieron sobre los presentes y mancharon el uniforme
del Capitán, que fingió no darse cuenta–. Hemos seguido hasta aquí a un grupo de
terroristas que atentaron contra Su Alteza Real, el Príncipe Iván, y no
permitiremos que nadie abandone al local hasta que hayamos apresado a los
delincuentes.
Un rumor de voces recorrió el público como una sombra funesta. Los
estudiantes de Grimm, refugiados todos detrás de la barra, se taparon la boca
con las manos. Sobre el escenario, dos de las tres supuestas Hadas permanecían
inmóviles (aunque Astreo se tambaleaba) y en actitud desafiante. Rubí y
Esmeralda, en cambio, aprovecharon la duplicidad de sus colores y se ocultaron
detrás de Aurora y del Astrólogo para evitar ser apresadas; a fin de cuentas, esos dos
esperpentos no eran más que impostores para ellas, seguramente contratados a
última hora por Azul para no perder la oportunidad de cantar en su último
espectáculo, ante la ausencia de las Hadas originales.
–¡Silencio he dicho! –bramó el Capitán, disparando de nuevo su revólver al
aire, pero apuntando esta vez en diagonal para que, si algo tenía que caer del
techo, lo hiciera sobre otro de los allí presentes.
–Señor, estoy seguro de que este es el sitio; es idéntico al descrito en el
libro que…
–¡Calla, imbécil! –gritó el Capitán a otro Guardia, que Rosa reconoció como
uno de los que guardaba la habitación de Iván de la Residencia y a quien había
entregado las memorias de Azul–. ¡No es difícil adivinar que este es un antro
de perversión y de actividades ilegales! Si los que pretendían secuestrar al
Príncipe no se entregan en treinta segundos –dijo ahora al público– ¡todos pasaréis
la noche en la cárcel!
Rubí y Esmeralda se escondieron ahora detrás del telón, sin saber bien qué
hacer. Mientras tanto, el público comenzó a agitarse; en especial los
estudiantes de Grimm, que luchaban por tranquilizar a Gretel y Hansel y evitar
que rompieran a llorar.
–No es necesario que sigas buscando: he sido yo –Azul dio un paso al frente.
–¡No es cierto! –chilló un admirador de Zafiro desde la primera fila.
–¡Sí lo es! Todos habéis visto cómo acabo de suplantar a la impostora que
se estaba haciendo pasar por mí para darme una coartada.
–¿Eh? No, fue exactamente al revés, creo… –dijo el fan muy confundido.
–¡Traed aquí a nuestro compañero herido! –ordenó el Capitán de la Guardia
Real, y sus subordinados entraron en la taberna casi al instante, cargando en
brazos a un hombre que tenía una herida a través del cual sangraba a mares.
–Hijo, ¿qué estás haciendo? –le dijo Aurora a Céfiro en voz baja.
–Tranquila mamá: sólo cumplo mi deber como Hada madrina.
Los hombres del Capitán dejaron al Guardia herido a los pies de Azul, le
quitaron uno de sus zapatos de cristal, y comprobaron que el tacón encajaba a
la perfección en el agujero que el pobre Soldado tenía en la frente.
–¿No deberíais llevarlo a un hospital? –preguntó Azul.
Comentarios
y supongo que dará la cara por arreglar el entuerto
un saludo