Capítulo XXVII (segunda parte)
Ahora que estaban en el coche, a salvo, el recuerdo de los gritos de la
gente y del horror vivido en El Caldero de Oro en sus últimos momentos también
impedía a las Hadas conciliar el sueño. Esmeralda dio alguna cabezada, pero no
estaba lo suficientemente cansada como para evadirse de aquella pesadilla.
Gretel en cambio lo consiguió en la gasolinera, sentada en su regazo, y ahora
jugaba con los pendientes ahumados del Hada para distraerse.
La niña y su hermano habrían sido héroes anónimos de no ser porque Pushkin
se encargaría luego de ensalzar su valor ante todos y colmarles de regalos.
Cuando cayó el caldero –y una nube de polvo gris barrió la Travesía del Arcoíris,
cubriendo las fachadas y haciendo que todo excepto el fuego fuese monocromo–
comenzó el conteo de desaparecidos, y el angustioso dolor de creer muertos a
compañeros de armas. Gretel y Hansel estaban cogidos de la mano de Rosa, quien
no paraba de enumerar a sus amigos viendo quién faltaba. De pronto, la chica
recordó algo importante y lo gritó horrorizada: “¡He dejado a Pushkin
encerrado!”. Corrió con los mellizos a la puerta que les conduciría a su
despacho, pero la encontró trancada; seguramente el Tabernero había puesto
algún mueble contra ella estando aún consciente, para impedir que entrara allí
algún menor de edad.
Rosa no pudo más que dejarse caer, y ya con la cabeza entre las rodillas, suplicarle perdón a aquel padre adoptivo con el que parecía haberse ensañado;
los mellizos, mucho más prácticos, entraron otra vez dentro del bar –a pesar de
que las llamas estaban a punto de acabar con lo poco que quedaba– y fueron a gatas
hasta el despacho. Al ser los más pequeños, la densa nube de humo y gases
tóxicos apenas les rozó los cabellos, y con la llave que encontraron en uno de
los bolsillos de Rosa pudieron abrir fácilmente la puerta. El fuego había sido
más condescendiente ahí dentro, pues la imprenta y el equipo radiofónico
seguían intactos; Pushkin tosía rabiosamente y se afanaba en empujar el sofá
que había movido contra la salida a modo de barricada.
Los niños le ayudaron, y entre los tres fueron capaces de apartar el pesado
mueble. La puerta trasera se abrió entonces con facilidad, y el Tabernero abandonó
por su propio pie del bar, asfixiado y con los ojos enrojecidos. Hansel y
Gretel sonrieron y regresaron junto a Rosa, contentos de haber podido reparar
por fin el daño que creían haberle causado al oso mientras fueron sus huéspedes
forzosos, y que hasta entonces no habían podido aliviar pese a las muchos
tartas enviadas a través de Geppetto.
Pushkin –quien ahora viajaba en coche entre los mellizos– no sólo se reconcilió con los niños, sino también con una parte de su pasado. Acababa
de dejar a la fuerza el que había sido su refugio durante años, pasto otra vez
de las llamas. Pero esta vez habían sido dos menores de edad los que le habían
salvado a él, y la antigua amenaza de Ricitos –convertida ahora en una adolescente de
pelo rosa–, parecía casi inocente, mientras lloraba desconsoladamente e
imploraba perdón por el daño que había causado.
La pedofobia desapareció con aquel tratamiento de shock; no así el miedo al fuego, que por segunda vez se cobraba
todas sus pertenencias y le obligaba a empezar de cero. Cuando ya fue evidente
que no había supervivientes esperando a ser rescatados, un renovado Pushkin
convenció a todos de que se apartaran de allí justo a tiempo para que el
derrumbe de la estructura central del edificio no causara daño a nadie. La Guardia Real seguía
arremetiendo contra los revolucionarios, pero su amenaza parecía menos grave
que aquel incendio descontrolado al fondo de la Travesía del Arcoíris. El
público y los residentes avanzaron hacia la salida –arrastrando con ellos a los
Guardias, que caían de espaldas– y desalojaron el barrio en cuestión de
minutos. El gentío se disolvió en la multitud habitual que abarrotaba la calle
del Mercado Central, y desapareció como si también estuviera hecha de humo.
El grupo de supervivientes que más nos interesa se dispersó poco a poco. Algunos
de los estudiantes de Grimm llamaron por móvil a sus padres y Sinclair se
ofreció a alojar al resto en su casa, a unas pocas manzanas de distancia. Rosa también
partió, pese a la insistencia de Aurora y de sus amigos, y corrió quién sabe a
dónde bañada en lágrimas. Azul hacía tiempo que había sido sacada de la Travesía, escoltada por
Guardias y esposada.
Los restantes supervivientes subieron en el coche, y así se formó la tropa
de los siete que ahora buscaban refugio en la Campiña, lejos de los
disturbios que, tal y como anunciaba la radio, se habían sucedido en varios
puntos de la Capital,
después de que una revuelta en el Casco Antiguo acabara en un incendio mortal.
El tono alarmista del Periodista despertó la atención de todos, que escucharon
en silencio la segunda parte de la noticia: al parecer, el incidente había
comenzado cuando la Guardia Real
se presentó en un bar para apresar a los presuntos terroristas que poco antes
había atentado contra Su Alteza, el Príncipe Iván, durante la gala organizada
para recibir a los Reyes de Evenkia en el Palacio del monte Rosenberg.
La única detenida, que fue reconocida como un Hada bastante popular entre
los que frecuentaban el bar donde la apresaron, fue defendida por el público y
por sus compañeras de reparto, lo que devino en una violenta lucha entre las
fuerzas del orden y los delincuentes, y en el posterior incendio que acabó con
la vida de algunos de ellos.
De momento se desconocían más detalles sobre los fallecidos, así como los
motivos que llevaron al Hada a atentar contra la Famila Real. Los Guardias
afirmaban tener pruebas en contra de la presunta terrorista, que estaban siendo
estudiadas en esos momentos por expertos analistas, a la espera de que se
anunciase la fecha para una vista preliminar del caso en el Tribunal Supremo de
Justicia.
Para mayor tranquilidad de los ciudadanos –informó el Periodista a través de su programa matutino en la radio–,
la peligrosa Hada estaba encerrada en los calabozos de dicho edificio, ubicado
en la Plaza de
los Neones y desde donde se emitía en directo aquella noticia.
Astreo apagó la radio y aparcó en el cobertizo junto a la Mansión familiar. Los
tripulantes bajaron uno a uno del coche y, tan atribulados como estaban, no
repararon en el bello escenario que les rodeaba, ni se percataron del contraste
de la limpia naturaleza de la
Campiña con la mugre negra y espesa que les cubría.
Aurora llevó a los niños a la cocina; les dio a cada uno un vaso de leche,
que rechazaron cortésmente, y les condujo luego al cuarto de baño para que
pudieran ducharse. La mujer agradeció entonces haber guardado toda la ropa que
usó Céfiro de pequeño, y que la misma fuese lo suficientemente ambigua y unisex (a petición de su dueña) como
para que le pudiese servir ahora tanto a Gretel como a Hansel..., si contenían la respiración, claro está.
Rubí, Esmeralda, Astreo y Pushkin fueron directamente al televisor del
salón, lo encendieron y permanecieron de pie, cruzados en brazos. En un canal
de noticias vieron imágenes de una grúa arrastrando el enorme caldero –así como
parte del escenario donde quedó incrustado– a través de la Travesía del Arcoíris.
Aquello parecían los trabajos de demolición del barrio en lugar de un equipo
forense buscando pruebas, porque lo que no ardió, sucumbía ahora a los golpes
que le propinaba el caldero zigzagueante. Más de un edificio se vino abajo, y
el resto quedó inhabitable.
Otras imágenes incluían el traslado de Azul al Tribunal Supremo de Justicia
con una capucha de tela en la cabeza; aún era fácil reconocerla, pues seguía
llevando puestas las alas y el traje de gala. En un programa del corazón, que
sintonizaron por error durante escasos segundos, ya se comentaba que aquella
debía de ser la terrorista mejor vestida de todos los tiempo, y los tertulianos
opinaban a voces sobre cuál creían que sería el Diseñador de tan magnífica
prenda.
La emisión de los canales de televisión fue interrumpida al mediodía –cuando
ya todos habían tenido tiempo de ducharse– y dio paso a un anuncio de que
hablaría el mismísimo Rey, Wenceslao III. Su Majestad apareció en pantalla
sentado en su despacho, donde ondeaba un estandarte con el emblema de la
Casa Real, y donde una entrañable foto
familiar mostraba también a la
Reina y al Príncipe Iván. El Monarca estaba ataviado con un
espantoso traje rosa que nada tenía que ver con el uniforme gris verdoso que
correspondía al Supremo Comandante de la Guardia Real.
–¡Qué horror! ¿Acaso el Rey no tiene asesores de imagen? –dijo Rubí.
–Van a ser ciertos los rumores que dicen que es daltónico. Si es así, no
creo que su Jefe de prensa se atreviera a decirle que llevaba puesto eso antes de entrar en directo; habrá pensado “¡Es el Rey, puede vestir
lo que le dé gana! Como si quiere salir desnudo…”.
El discurso de Su Majestad fue, como nunca antes, severo y ambicioso, pese
al traje rosa que le restaba majestuosidad, severidad y credibilidad en
general. Habló de que en los últimos años se había relajado demasiado la
aplicación del Derecho de Autor, y que esto había llevado a perversiones
terribles en el seno de la sociedad, como el nacimiento de grupos terroristas
que buscaban derrocar a la
Monarquía reinante, incitar la desobediencia al Derecho de
Autor y hacer llamamientos a una huelga Ilegal.
Los sucesos acaecidos la noche anterior no eran sino una prueba irrefutable
de la maldad escondida detrás de aquellos que habían rechazado el mandato Astrológico
de su Carta Astral. Un Hada, nada más y nada menos, había atentado contra el
heredero al trono, poniendo en peligro la estabilidad del Reino y la
continuidad de una antiquísima dinastía de Reyes, cuyo linaje se remontaba
hasta los primeros gobernantes del Mundo Antiguo. “¡Un Hada, un ser quimérico e
irreal!”
De haber tenido éxito en su misión, las consecuencias habrían sido catastróficas,
y por eso era preciso dar al terrorista un castigo ejemplar, que sirviera para
disuadir a todos los demás traidores del Reino y para que la población
abrazase de nuevo la
Astrología como su fe, avocándose al cumplimiento íntegro de
las obligaciones dimanantes de sus respectivas Cartas Astrales, cual acto de
lealtad y patriotismo.
Sin embargo, como gobernante pío y justo, iba a permitir la celebración de
un juicio rápido que evidenciara la culpabilidad de la acusada, y que valiese
para que un jurado compuesto por miembros del Tribunal Supremo determinara
sabiamente el castigo que debía recibir. Dicho juicio se celebraría en tres
días, y sería retransmitido en directo por todas las emisoras de radio y
televisión, para mayor escarmiento del terrorista y como garantía de la transparencia
y popularidad del proceso.
–¡Pretenden vender que será un juicio justo, cuando sabemos que los del
Tribunal son acólitos del Rey! –Pushkin apretó los puños e hizo rechinar los
dientes.
El Rey se despidió recordando una vez más que la Guardia Real estaba en alerta
máxima para garantizar la seguridad de los ciudadanos, y que cualquier
actividad, reunión o expresión sospechosa de ser antimonárquica sería
perseguida de manera implacable, hasta que el orden público hubiese sido
restaurado en su totalidad.
–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Rubí al aire, como esperando a que se
condensara una respuesta.
–Nosotras somos las responsables de lo que está ocurriendo, no ella.
Deberíamos estar allí en su lugar –dijo Esmeralda a su compañera.
–¿Sabéis algo de la chica que llevaba puesto su disfraz? –preguntó el dueño
de la casa, intentando averiguar la identidad de la que parecía ser la
verdadera culpable.
–¿Te refieres a la
Cenicero? No, no contesta su móvil. Y no era un disfraz lo
que llevaba puesto, sino la ropa habitual de Azul.
–¿De quién?
–De Zafiro…, digo, de Céfiro. ¡Qué lío!
Pushkin permanecía en silencio, mientras una llama inocua, pero no menos
poderosa que la del implacable incendio, se volvía a encender en su interior
después de dormir durante años. Gretel y Hansel se acercaron a saludarlo y le
regalaron algunos caramelos para que matase el hambre. El exTabernero se los
tragó enteros, porque un discurso imperioso necesitaba salir por su garganta y
no había tiempo para dulces interrupciones.
–Escuchadme todos. Aurora, ven aquí; no llores más, por favor, y presta
atención a lo que os voy a decir. Yo también soy en parte responsable de lo que
ha ocurrido, pero no tiene sentido que ninguno de nosotros se entregue a un Tribunal
corrupto. Debemos honrar el sacrificio que Azul hizo por nosotros; es más,
tenemos que llegar a merecerlo. Nos quedan tres días para sacarle de este
embrollo, así que pensaremos en un plan. Ahora mismo parece una proeza
imposible, pero entre todos lo conseguiremos.
Aurora, Rubí, Esmeralda, Gretel, Hansel y Astreo asintieron sincronizados,
como en señal de sintonía ante un objetivo común. Según Pushkin, aquello que
comenzaba con siete personas debía multiplicarse varios cientos de miles de
veces y extenderse como la pólvora por todos los rincones del Reino, si querían
tener una mínima posibilidad contra Wenceslao III, el Príncipe Iván, y la Guardia Real que les protegía.
En tres días se iba a librar una guerra para la que ninguno de ellos estaba
preparado. El cuadriculado Astreo intentó poner aquello en una ecuación y una
vez más no le salieron las cuentas, pero todos parecían convencidos de que era
una batalla que merecía ser librada, porque no sólo estaba en juego el futuro
de Azul, sino también el mismísimo color de la libertad.
Comentarios
Estas cosas suceden mucho en la realidad (restándole la fantasía del príncipe y lo demás). Supongo que es en gran parte por lo que me he quedado.