Capítulo XXXI (primera parte)
La figura del Juez presidía el Tribunal y recortaba con su silueta el
inmenso vitral que adornaba la sala, donde se representaba al Supremo Autor tal
y como dicta el canon estético clásico: grande, poderoso y con una larga barba
blanca. En esta ocasión se le veía sosteniendo una pluma con la que punzaba el
firmamento, creando así las estrellas y escribiendo el destino de los hombres
con su gramática celeste.
Rodeándolo, como si de un halo se tratara, estaba la gran rueda de Zodíaco –omnipresente
en la iconografía del edificio–; ese carrete de alambre espino con el que se
entretejía la vida social del Reino. De las doce casillas, correspondientes a
cada uno de los signos, salía un arma que parecía a disposición del Supremo
Autor para ser blandida contra aquellos que osaran desafiar Sus Designios. No
exento de ironía, el Diseñador del vitral ocultó la balanza de Libra con los
pliegues del manto del Creador, aunque dejó que se viera con claridad el arma
que salía de su casa: una espada.
Sentados junto al Juez, pero a menor altura, se encontraban otros Magistrados
de menor grado, los Albaceas y un par de Letrados. Abajo quedaba el estrado,
en el centro de la sala; las mesas donde se sentaban la acusación y la defensa,
una a cada lado de la sala y enfrentadas; y finalmente las butacas para el
público y los Periodistas, dispuestas con una inclinación similar a la de un
cine para que nadie se perdiera el más mínimo detalle del espectáculo. Nunca
antes habían estado llenas.
Las puertas bien resguardadas por la Guardia Real hacían pensar que
el acusado, a pesar de su aspecto frágil y famélico, era de una peligrosidad
extrema. El rumor de la gente en la sala, que no paraba de cuchichear sobre las
supuestas atrocidades del Hada Azul, no cesó hasta que el Juez golpeó con su
martillo sobre la mesa, pidió silencio y procedió a darle la palabra a uno de
los Alguaciles. Éste habló ante los micrófonos y las cámaras con aplomo, como
si hubiera estado practicando toda la noche frente a un auditorio imaginario,
en la soledad de su dormitorio.
“Da inicio la primera y única audiencia correspondiente al juicio del
Supremo Autor contra Zafiro, el Hada Azul”. Algún despistado aplaudió aquellas
palabras y eso desquició aún más a Aurora, que seguía la emisión en directo
desde la radio del coche de Astreo, convenientemente aparcado en una calle
cercana a la Plaza
de los Neones.
–Parece ser que el acusado tiene algo que decir –dijo el Juez con voz
socarrona. Azul, sentada sola en la mesa de la defensa, tenía la mano levantada
desde que el Alguacil comenzó a hablar. La manga del uniforme color naranja de
los presos le caía hasta los hombros, dejando ver un brazo delgado y amoratado.
–Sí, su Señoría. Me gustaría saber dónde está mi Abogado.
–Este Tribunal considera que puede defenderse solo, pues tiene voz para
hacerlo; no así el Supremo Autor, quien debe confiar en que el Fiscal vele por
Sus Intereses.
–¡Pensé que se me acusaba de un delito contra el Príncipe, no contra el
Creador!
–La Familia Real
es representante de la voluntad del Supremo Autor en la Tierra, así que atentar
contra uno de sus miembros equivale a atentar contra Él.
Azul soltó una risotada tras escuchar semejante disparate. Estaba claro que
Iván quería que el juicio tuviera la mayor notoriedad posible. La condena sería
implacable, pensó, pero al menos habría conseguido negociar la libertad de sus
amigos, y salvarles de una persecución de la que ninguno habría podido escapar.
El Fiscal se acercó al estrado, junto a un televisor montado sobre una
mesilla con ruedas que habían transportado dos Guardias Reales altos y fornidos
como armarios; carraspeó, miró al público sonriendo y se apartó el flequillo
del rostro agudo e insidioso.
–Antes de comenzar con la lectura de los cargos que se le imputan al
acusado, me gustaría que la gentil audiencia de esta sala, así como su Señoría,
viesen el siguiente vídeo, tomado por las cámaras de seguridad del Palacio Real
la noche en que unos terroristas desalmados intentaron asesinar a Su Alteza, el
Príncipe Iván.
El Fiscal ordenó apagar los fluorescentes y entonces el vitral pudo brillar
con su máxima intensidad, coloreando la sala de rojo y amarillo como si fuese
la entrada al Inframundo. Pero la atención del público no estaba en esto, sino en
el vídeo que se emitía en la pantalla del televisor, y en el que aparecían dos
figuras encapuchadas corriendo hacia un coche a través de la escalinata del
Palacio. No se veían la matrícula del vehículo ni las caras de las caperuzadas, pero
casi podían escucharse los fortísimos golpes que le propinaron a varios Guardias que
se interpusieron en su camino (a pesar de que el vídeo no tenía sonido). Segundos después, otra figura apareció en
escena; tampoco era posible distinguir su cara, aunque otros elementos la
identificaban como el Hada Azul. Las cámaras de seguridad grabaron el momento
en que regresó para recoger la zapatilla perdida, y también el taconazo propinado
en la frente a un Guardia que quedó tendido en el suelo mientras la delincuente
huía.
–La acusación de la
Fiscalía es obvia: el vídeo demuestra que el Hada Azul estuvo
implicada en el intento de asesinato al Príncipe Iván la noche del pasado
viernes, como presunta líder de un modesto escuadrón de terroristas
antimonárquicos. Si además consigo probar ante ustedes que el chico de pelo
azul ahí sentado es en realidad dicha Hada, entonces su culpabilidad será
evidente, y podremos castigar como se merece al responsable de la mayor
atrocidad en la historia reciente de nuestro glorioso Reino.
–¡Soy culpable! –gritó Azul, poniéndose en pie de un salto.
Los presentes no salían de su asombro. Tampoco la propia Azul, a quien
aquello le parecía un despropósito…, aunque uno favorable para ella. “¿Este
Tribunal podría emitir un fallo en el que se diga que soy un Hada? Eso es lo
más parecido a cumplir mi sueño a lo que puedo aspirar en estas circunstancias.
¡Claro que soy culpable! Encerradme luego si queréis, pero dadme una sentencia
que confirme mi naturaleza. La colgaré en mi celda como si fuera un diploma”.
–Vaya, esto facilitará significativamente el trabajo de los Tribunos, pero
aún así debemos seguir con el juicio. El público tiene derecho a ver las
pruebas que ha recogido la
Fiscalía, y que demuestran su implicación en el atentado
contra Su Alteza.
Iván sonrió al escuchar ese disparate de Azul a través del monitor ubicado en un despacho contiguo, donde
seguía cómodamente el juicio. Acto seguido cogió su móvil, llamó al Príncipe
Igor y le preguntó si estaba delante del televisor. “Me parece que después de
todo sí he ganado la apuesta, pues el Tribunal fallará que aquello es una Hada.
¡Quizás sólo le haya besado, pero aún así tendré mis puntos de ventaja!”.
El Fiscal –que se sentía descolocado después de la repentina interrupción del
chico de pelo cerúleo– volvió a acomodarse el flequillo. Pidió luego que trajeran
las cuatro pruebas había reunido diligentemente para apoyar su tesis de
culpabilidad.
Una a una comenzaron a llegar al estrado las vitrinas acristaladas que las contenían,
y Azul recordó de pronto aquella servilleta amarillenta donde había apuntado lo
que según Rubí y Esmeralda hacía falta para ser un Hada. En el primer expositor
estaba la peluca rubia que le encargó a Geppetto para verse guapa en su último
concierto, después de varios meses de encierro en la Travesía del Arcoíris en
los que no había salido al exterior para ir a Rapunzel’s (aunque sí para verse
a escondidas con Sapito). En la segunda vitrina estaba el espectacular vestido
de gala confeccionado por Bella McCartney, brillando en su tonalidad bajo la
luz de los fluorescentes; también resplandecían en el mismo expositor los
zapatos de cristal, uno de los cuales conservaba la mancha de sangre reseca y marrón en la punta del tacón. La tercera contenía las alas fabricadas por el Titiritero,
y la cuarta estaba cubierta por una funda que los Guardias olvidaron retirar
antes de que los fotógrafos bañasen la sala con sus flashes; estaban ante una
de las imágenes mejor pagadas del juicio, y no podían perder la oportunidad de
capturar el momento con sus objetivos, aunque una de las pruebas siguiese
velada.
–Esto que veis aquí son las prendas que vestía el acusado cuando fue
apresado en ese bar de la Travesía del Arcoíris, minutos después de que la
Guardia Real frustrase el atentado contra el Príncipe Iván y se lanzara a la búsqueda y captura de los
delincuentes. Como veréis, forma parte de la indumentaria que presuponemos
propia de las Hadas, y se asemeja en todo a la imagen del único criminal que
podemos identificar con claridad en el vídeo.
–¿Queréis que me pruebe la peluca, el vestido y las alas? –dijo súbitamente
Azul, en otra asombrosa intervención que habría sido contraproducente si alguna
vez hubiera pretendido librarse de la cárcel.
–Si el acusado insiste –murmuró el Juez, intentando contener la risa–.
Desde luego, eso ayudaría a demostrar ante el auditorio que dichos artículos le
pertenecen.
Azul sólo quería quitarse el espantoso disfraz naranja que vestían los
presos para que fueran fáciles de encontrar en caso de fuga; la tela le picaba
en contacto con la piel, la talla más pequeña le quedaba enorme, y aquel
horrendo tono fosforescente le quemaba la retina. Además, quería conseguir cuanto
antes su sentencia, donde el jurado escribiera con claridad que ella era un Hada
y el Juez firmase debajo en prueba de su conformidad. Muy sonriente, fue
conducida por los Guardias a un pequeño cuarto anexo a la Sala del Tribunal
donde pudo vestirse y maquillarse tranquilamente, a la espera de que la torpe
justicia rehiciera su aún más torpe Carta Astral.
El chico advirtió al “público” que se demoraría en salir de nuevo al
“escenario”. No quiso entrar en detalles sobre su laborioso proceso de maquillaje,
ni fue necesario que lo hiciera: era evidente que tardaría más de lo habitual
ahora que tenía un ojo amoratado, y que no había podido afeitar en tres días su
antiestética barba azul.
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