Capítulo XXI (segunda parte)
Rosa descolgó algunas prendas de las que pendían sobre su cabeza y que ya
estaban secas; se puso un feo camisón por encima del uniforme escolar y tiró el
resto de la ropa al suelo. Se lanzó entonces a la carrera a través de la calle
que se abría a continuación, en la que los edificios dispuestos a cada lado
parecían competir entre sí por ser el más vistoso. El empedrado de la calle no
distinguía entre la acera y el pavimento; es más, ningún vehículo transitaba
por allí, dando vía libre a los cientos de vecinos del barrio y a Rosa, que se
abría paso entre ellos.
Tras avanzar unos pocos metros, le fue imposible decir si la negrura que se
divisaba más allá de los edificios era el cielo nocturno, el techo de una
caverna o el fondo limoso del mar. A través de la ropa tendida y de los
rectángulos de tela colgados se filtraban diminutos puntos de luz que bien
podrían ser estrellas, luciérnagas o los brillantes ojos de fieras. La chica
asintió al comprobar que Azul lo había descrito todo con exactitud, y sospechó
que todo cuanto contaba en El Blues del
Hada Azul era cierto.
Sin embargo, no reparó en más detalles de la calle ni de sus peatones; Rosa
odiaba las aglomeraciones (que nunca se daban en la muy ordenada Academia Grimmoire)
y más cuando iba con prisas. Parecía haber cada vez más personas a medida que corría,
y pronto descubrió que todos estaban allí para ir al mismo sitio que ella: al
inconfundible edificio negro con un caldero a modo de sombrero que esperaba al
final de la Travesía.
Los pelos se le erizaron como si fueran espinas.
“Si la casa de Pushkin sigue siendo tal y como la recuerdo, no cabrá tanta
gente”. Pero en respuesta a eso, la chica vio una gran pantalla instalada en la
fachada del local, sobre las ventanas tapiadas, para que la gente descartada por
el limitado aforo de la sala también pudiera seguir el exitoso espectáculo de
las Hadas. Justo en ese momento, los focos de luz dorada que salían de la parte
superior del caldero giraron a velozmente, y a través de los altavoces sonó la potente
voz del Tabernero, en la que Rosa descubrió una ronquera idéntica a la del
Locutor de la radio.
–Damas y Caballeros: Bienvenidos una
noche más a El Caldero de Oro –Los aplausos, gritos y silbidos lo sacudieron
todo–. Hoy será una velada muy especial,
porque estamos ante una de las últimas actuaciones de la temporada. Por motivos
personales, en una semana será la despedida triunfal (y esperemos que breve,
también) de una de nuestras más grandes artistas; pero hoy está aquí, con
nosotros, dispuesta a darlo todo junto a sus compañeras, para las que también
os pido un fuerte aplauso. ¡Recibamos pues al magnífico Trío de Hadas: Zafiro,
Rubí y Esmeralda!
La gente alrededor de Rosa chilló y saltó al unísono, haciendo temblar
incluso el sólido empedrado de la calle. En la pantalla apareció la imagen del
escenario dentro de El Caldero de Oro, cubierto de niebla y surcado por láseres
multicolor. La silueta de las Tres Hadas podía intuirse, pero los focos sólo las
iluminaron ante su público enloquecido cuando comenzaron a sonar las primeras
notas de
I Believe in You, de Kylie Minogue & The Scissor
Sisters
“¡Así que esa es Azul!”
En el centro del escenario, y flanqueada por Rubí y Esmeralda, el Hada Azul
cantaba la melodía sin apartar los ojos de la cámara. Todo en ella resultaba
sugerente e hipnótico; su mirada, su voz y sus movimientos eran relajantes y
seductores, como si quisiera convencer al público de que todo era bueno y bello
en aquel instante.
La más alta era Rubí, que danzaba y cantaba con dos enormes alas rojas desplegadas,
lanzando destellos anaranjados y amarillos cuando la luz incidía directamente
sobre ellas. Las de Esmeralda eran tornasoladas e igualmente exóticas, como si
pertenecieran a una especie extinta hacía millones de años. Las de Azul, en
cambio, eran sencillas y artificiales, pero cumplían su función, y el aleteo
mecánico del artilugio inventado por Geppetto lograba crear la ilusión para la
que fue concebido.
A Rosa le sorprendió lo delgado que estaba el chico-Hada, y cierta expresión
de cansancio que no podía disimular pese a forzar una sonrisa. Su cabello rubio
también daba señales de descuido y podían vérsele claramente las raíces azuladas,
pero lo que más le llamó la atención fue el efecto sedante que la voz conjuntada
del trío tenía sobre quienes la escuchaban. La muchedumbre había dejado de
gritar y se movía lentamente al ritmo de la música, coreando la letra con una entonación
más que correcta, y absorta en un espectáculo que bien merecía la fama que
estaba comenzando a ganar.
Rosa tuvo que luchar para apartar la mirada de la pantalla y concentrarse
de nuevo en su plan. ¿Qué había sido de las prisas con las que entró en la Travesía? ¿Qué fue de la
angustia de reconciliarse con un fragmento de su pasado? Debía espabilar: no
podía darse el lujo de quedarse fuera de El Caldero de Oro ni perder la
oportunidad de hablar con Azul, así que se coló por debajo de la gente y entró
a hurtadillas en el local.
Aquel no era el momento para contemplaciones, pero la chica echó un vistazo
al que, durante unos pocos meses, había sido su hogar. El salón era ahora la
zona de la barra y las mesas, y el comedor había sido convertido en el
escenario después de que el fuego arrasara con el antiguo mobiliario. El
despacho de Pushkin parecía haberse salvado del incendio, mas no la cocina, que
fue reformada como un camerino junto a las tablas. Escaleras arriba se veían
las tres puertas que antes llevaban la habitación de los osos, a la suya, y a
un modesto taller que tenía Geppetto entonces. Ahora vivían allí Pushkin, Rubí
y Esmeralda, y muy poco se habría salvado de su anterior estado.
La parte de abajo del caldero se divisaba en lo más alto del techo, donde solía
haber un ático. De su negrura salían las hileras de lámparas de papel que
recorrían todo el local, y que ahora estaban apagadas para que el efecto del
láser fuese más intenso y espectacular. Todo indicaba que Azul se había salido
con la suya y había modernizado (a la fuerza, quizás) el espectáculo de sus
compañeras Hadas.
–¿Oye, no eres demasiado joven como para estar aquí a estas horas? –le dijo
a Rosa una joven morena y con acento extranjero, mientras servía las bebidas
que habían ordenado los clientes de una mesa. Sin duda era la Cenicero, aunque la
descripción que leyó sobre ella estaba muy exagerada, y en realidad no era ni
tan pequeña, ni tan rechoncha como se la había imaginado.
–Métete en tus asuntos, culo gordo –dijo aún así Rosa, sabiendo que aquel
era el insulto que más mortificaba a la Camarera.
–¡Lo que me ha llamado! –La mujer se acomodó su cofia cenicienta–. Espera
aquí, que voy a preguntarle al jefe si me da permiso de partirle la cara a una
menor de edad.
La
Cenicero utilizó su
bandeja como escudo hoplita y se abrió camino a empujones hasta la barra, donde
un barbudo, alopécico y envejecido Pushkin se afanaba en llenar jarras de
cerveza. “Así ha acabado la única otra persona que comparte mis pesadillas:
como un hombre gordo, amargado y calvo. ¡Debo hablar con Azul pase lo que pase,
y antes de que me echen de aquí!”, pensó Rosa.
La chica quiso avanzar hacia el camerino (pues según había leído en El Blues, ahora servía de habitación al
chico-Hada), pero el público estaba tan apretujado que le fue imposible pasar
entre la gente. No tuvo otra alternativa excepto salir de nuevo a la calle y
buscar la puerta trasera de la casa, que llevaba directamente a la antigua
cocina. Rosa caminó pegada a la fachada del edificio y no tardó en encontrarla,
pues ahora colgaba sobre ella un cartel grandilocuente en el que se leía
“Acceso sólo al personal autorizado”. Estaba cerrada, pero el desvencijado
picaporte cedió a la primera patada.
Entró en el camerino de Azul sin ser vista, encendió las luces y se sentó
sobre el camastro que había pegado a una pared. ¡Ya sólo quedaba esperar! Cuando
acabase la actuación, el chico-Hada entraría por la puerta que daba al bar y al
escenario, y ella podría interrogarle a gusto sobre su signo y futura
profesión. La mayor parte de las incertidumbres de su vida estaban a punto de
desaparecer después de tanto tiempo, esfuerzo, planes fallidos y decepciones.
Rosa se rascó el esmalte negro de las uñas, preparando el lienzo para el color
blanco con que pensaba pintarlas a partir de entonces.
Se sentía como en el diván de un Psicólogo, a punto de hacer un test que revelaría, como por arte de
magia, todos aquellos aspectos de su personalidad que le habían sido velados. Y
lo mejor era que no necesitaría contestar una batería de preguntas o decir a
qué se le parecía tal o cual mancha de tinta; simplemente debía estarse quieta,
mostrarse a sí misma y desfilar sus atributos ante alguien que era capaz de ver
más y mejor que nadie, pero que había decidido desaprovechar ese talento en pos
del sueño ilegal y peligroso de convertirse en Hada. “¡Qué necio…, y necia,
también! ¡Doblemente necio, por tanto!”, pensó Rosa, quien habría hecho un uso
muy distinto del poder de Azul, y hubiera seguido sin rechistar (y hasta con
orgullo) su destino de Astróloga.
“¡Cuántos años sin saber cuál es el color que me sienta bien! Sin conocer
cuál es la parte de mi cuerpo que más debo cuidar por ser mi punto débil. ¡Una
vida entera sin saber para cuáles asignaturas no tengo talento, y esforzándome
por igual en todas ellas! Un curso tras otro rodeada de amigos que quizás no
son compatibles conmigo… Y de pronto, lo veré todo muy claro. Podré conocer
gente nueva y afín si me apetece, y no tendré que responder “No sé” cuando me
pregunten qué me depara el futuro; lo sabré, ¡finalmente lo sabré! Y me dará lo
mismo si es una profesión noble, agotadora, aburrida o temeraria: será la mía, y todas las demás quedarán
descartadas. Ya no habrá desorden, ni desprecio, ni dudas; mi camino estará
trazado y sólo tendré que echarme a andar por él. ¡Incluso podría hacerlo con
los ojos cerrados, como cuando ando sonámbula por los pasillos de Grimm! Los
conozco tan bien, que no siento miedo de dar un traspiés. Para eso están los
mapas, las normas, los Manuales y la Mecánica Celeste:
para saber quiénes somos, por qué estamos aquí y cuál es el camino correcto. ¡Muy
pronto me serán restituido este derecho y finalmente me conoceré a mí misma!”
Sin embargo, la impaciencia comenzó a hacer mella en el ánimo de la chica
al comprobar que a cada canción le sucedía otra, y que los aplausos eran más y
más prolongados. Para entretenerse, comenzó a cotillear entre las escasas
pertenencias del Azul e hizo inventario de las mismas: un armario a medio
llenar con vestidos de mercadillo, dos pares de zapatos grandes y gastados, y
un bolso que, a diferencia del de la mayoría de las chicas que conocía, estaba
perfectamente limpio y ordenado.
Sobre el aparador, donde había un gran espejo rodeado de bombillas,
encontró pinturas y polvos de maquillaje clasificados según las posibles combinaciones
de colores. Por suerte, en uno de los cajones comenzaron a aparecer cosas más
interesantes, como el manuscrito de las memorias del chico-Hada y varios
ejemplares del tomo I del Tratado de
Astrología Elemental escrito por el profesor Astreo Celeste. Seguramente
había reimpreso y vuelto a encuadernar los libros con la máquina que Pushkin
guardaba en su despacho, y estos no eran más que los restos de su elaborada
travesura.
También encontró panfletos de propaganda antimonárquica, la servilleta con
una mancha de cerveza donde había escrito los cuatro pasos para convertirse en Hada
(tres de los cuales ya estaban tachados con pintalabios) y la tarjeta del
Doctor Unicornio. Los papeles de la operación los guardaba en otro cajón; eran
los resultados de varios exámenes previos, todos favorables a la intervención
planificada para el próximo sábado, cuatro días antes de su cumpleaños (para no
tentar a la mala suerte típica de sus aniversarios, probablemente). Uno de los
informes advertía, en letras rojas, que aún no había sido pagada la operación y
que la Clínica Perrault
esperaban recibir las doce mil monedas oro a más tardar el mismo día de la cita.
Poca cosa más había en aquel austero camerino, además de algunas fotos
recientes de Azul junto a las Hadas, una en la que le daba un beso en la
mejilla a Pushkin (tras la barra del bar y con el delantal de Camarera), y otra
en la que aparecía con Geppetto y los mellizos dando un paseo por el Gran
Parque, todos cogidos de la mano.
Por último, estaban los ramos de flores que le enviaban sus admiradores,
amontonándose a un lado de la cama y cada uno con su tarjeta, en la que venían
alternativamente peticiones de deseos, poemas baratos, mensajes románticos y
alguno que otro subido de tono. Sin embargo, el ramo más espectacular de todos
no tenía tarjeta: se trataba de un gran manojo de narcisos frescos, atados con
una cinta de seda azul y coronando un jarrón repleto de lirios y orquídeas
blancas. Rosa buscó entre las flores, pero no halló señas de quién podía ser el
remitente… Entonces se le ocurrió mirar en la papelera, y allí encontró una
nota en forma de corazón; arrugada, descartada, y oculta entre envoltorios de
caramelos y toallitas desmaquilladoras usadas:
“Lo que siento por ti es demasiado intenso.
Concédeme mi deseo y luego te dejaré en paz, ¡lo juro!, porque te amo por encima
de las circunstancias contra las que no podemos ni debemos luchar.
Te esperaré en el Paseo del Río tras el espectáculo: justo donde te declaré mi
amor por primera vez”.
No estaba firmada, como si Azul fuera capaz de reconocer quién era el autor
de la misiva sólo con leerla. Tal parecía que Zafiro tenía un admirador que la
acosaba y que desconocía su secreto (o de lo contrario no la creería capaz de
conceder deseos…). Casi nadie debía saber acerca de la operación; de hecho,
Pushkin no la había mencionado al presentar al Trío de Hadas, refiriéndose en
cambio a una “despedida triunfal y breve” de Azul “por motivos personales”, según
recordó Rosa con acierto. “A fin de cuentas, parte de la fascinación por las Hadas
es el misterio sobre su naturaleza; no les conviene ir por ahí explicando que
nacen de una complicada cirugía de reasignación de especie. Sobre todo si pretenden
mantener la magia del espectáculo”.
–¿Quién eres?
Rosa dejó caer la nota al suelo, y se volvió para descubrir a Azul en la puerta
del camerino, secándose el sudor del rostro con una toalla y con un vaso de
agua helada esperándole en la otra mano. Ambas se miraron boquiabiertas, como
si estuvieran reconociendo en la otra parte algo extraño y familiar a la vez.
–No deberías estar aquí –dijo el Hada, que llevaba puesto el
espectacular vestido diseñado por Bella McCartney y dos alas que se movían
acompasadamente. Su voz le pareció a Rosa mucho más aflautada de lo debía ser
la de un chico de casi veintidós años, y supuso que la impostaba a propósito
para no desentonar con su aspecto femenino, amanerado y frágil.
–Pensé que harías una excepción conmigo; a fin de cuentas, soy tu hermana
pequeña –respondió Rosa con altanería e intentando que no le temblase la voz.
Así conseguía enmascarar su miedo ante personas menos perceptivas que el
chico-Hada.
–¿Mi hermana pequeña? ¡Ah, ya lo entiendo! ¡Has leído mis memorias!
–Así es, y vengo a pedirte un deseo.
–Tú más que nadie deberías saber que no puedo cumplirlos así, como si nada –Azul
presionó un botón escondido en el arnés de su mochila y las alas de mariposa se
plegaron en el acto, dejando escapar un silbido y el traqueteante ruido de los
engranajes–. De hecho, ni siquiera creo que pueda hacerlo tras la operación;
sospecho que las cosas no funcionan así…
–No me moveré de aquí hasta que lo hagas –Rosa sonrió y se cruzó de brazos,
desconcertando aún más, si cabe, a la pobre Zafiro.
–Mira todos estos ramos: la mayoría de mis fans creen que soy capaz de obrar milagros, y algunos me piden
desde un coche nuevo hasta que les cure la diabetes. ¡No hagas tú lo mismo, por
favor! ¡Sabes que no tengo esa clase de poderes!
–Pero sí el que yo necesito. Tan sólo quiero que me digas cuál es mi signo
zodiacal y mi futura profesión.
–¿Es que no lo sabes?
–¿Por qué otra razón te lo preguntaría? –Rosa comenzaba a estar muy
alterada y a clavarse las uñas en las palmas de las manos. Le parecía que Azul
se negaba a ayudarla, ¡con lo sencilla que era su petición! En cualquier otra
situación, la chica se habría mostrado modosita y cordial…, pero deseaba tanto
esto, ¡más que nada en el Mundo!
–¿Es una broma, o simplemente quieres poner a prueba mi talento? No pensé
que El Blues fuera a despertar la
curiosidad de la gente precisamente por algo tan burdo y trivial como mi capacidad
para saber el signo de las personas.
–Lo repetiré una vez más: dime lo que sepas de mí y te dejaré en paz.
Azul la miró con detenimiento. Comenzaba a estar nerviosa por la actitud de
aquella chica que se había colado en su dormitorio y que no atendía a razones. Rubí
y Esmeralda ya le habían advertido de este tipo de cosas…, pero tener dos acosadores era demasiado para
cualquiera, ¡incluso para ella, que tenía tanta paciencia! Y lo peor era que a
ambos les correspondía con un sentimiento muy intenso: al que le enviaba
narcisos, por ser el único que en verdad la amaba, y a la chica de pelo rosa,
por haber leído sus memorias y haberse convertido así en su hermana literaria.
–Escucha, lo lamento… He intentado saber tu signo desde que te vi y aún no
lo consigo. No sé por qué, pero es como si no tuvieras uno. En verdad me
gustaría ayudarte, pero nunca he estado ante un caso como el tuyo. ¡Eres un
prodigio!
–¿Me tomas por idiota? ¿Pretendes burlarte de mí, dándome a entender que no
nací ningún día en concreto?
–¡Oh, seguramente que sí lo hiciste! Pero me resulta imposible adivinar la
fecha. ¿Es que no tienes Carta Astral?
–¡No! ¡Soy huérfana!
–Claro, quizás eso lo explique todo –Azul adoptó una pose reflexiva,
completamente ajena a la furia de Rosa–: como nunca has sabido tu signo,
tampoco has tenido claro de qué forma esperaban los demás que te comportases y
simplemente has desarrollado tu propia personalidad; una sin condicionantes,
sin restricciones, ¡completamente anárquica y libre!
–Maldita sea, no puede ser…
–Eres fascinante. Fascinante y malhablada. ¿Te das cuenta de la suerte que
tienes?
–¡¿Cómo me puedo sentir afortunada si no sé quién soy?!
Pushkin abrió por sorpresa la puerta del dormitorio de Azul sin imaginar
que dentro se hallaba Rosa, pero advertido por la Cenicero de la presencia de
una menor en el bar.
–¿Todo bien? He escuchado gritos.
La chica se quedó petrificada mientras el oso la examinaba con una mirada
torva.
–Sí, no te preocupes, es sólo una admiradora que me ha traído rosas.
–No está permitida la entrada a adolescentes en este bar –“Son muy
peligrosos, ¡apenas han dejado de ser niños!”, pensó el Tabernero, pero se
contuvo de decirlo–. Zafiro, en un minuto sales otra vez al escenario.
–De acuerdo, ¡gracias jefe!
Pushkin no había reconocido a Rosa, pero se detuvo en sus rasgos. Si su
cara le había resultado conocida, meditaría sobre el asunto y quizás se
acordaría de Ricitos... ¡Quién sabe lo que podría pasar entonces! Aunque seguramente sufriría un ataque de pánico más severo de lo habitual y perdería
momentáneamente el habla; a fin de cuentas, ella y el incendio que causó de
pequeña eran el origen de su fobia, de su encierro y quién sabe si también de
su alopecia.
Cuando el Tabernero desapareció tras la puerta, Azul se acercó a Rosa e
intentó hablarle sosegadamente –algo que había aprendido de Geppetto– para
consolarla y hacer que entrase en razón:
–Creo que no podré ayudarte. Además, lo que intentaba explicar en mis
memorias es justo lo contrario de lo que pretendes de mí. Las estrellas no van
a decirte quién eres, y tampoco yo; eso debes descubrirlo tú misma.
–Tú eras mi última esperanza, y me has decepcionado… –Rosa no era capaz de
levantar la vista del suelo.
–Lo lamento, en verdad. Quizás pueda llegar a convencerte de la suerte que
tienes de ser tan libre y de tu inmenso potencial. Pero ahora no puedo quedarme
contigo: el público me espera. ¿Qué te parece si volvemos a vernos después de
mi operación? ¿Por qué no pasas un día a visitarme?
–Porque espero que no salgas vivo de ella.
Azul se quedó petrificada ante la extrema violencia que desprendía aquella
chica de cabello rosa. No se sentía orgullosa de haber despertado tanto odio en
alguien, sólo por haber querido compartir una opinión vital en su autobiografía.
La única otra persona que había reaccionado así en su presencia era su Padre,
con quien aquella chica compartía los mismos ojos verdes y rabiosos.
Rosa salió por la puerta trasera sin decir nada más, y el Hada se descubrió
a sí misma temblando de miedo y con el corazón oprimido por la tristeza,
pensando que le había negado el falso sosiego de la Astrología a alguien
que lo necesitaba con desesperación. “Quizás no todo el Mundo está preparado
para saber que nadie controla nuestro destino; que estamos solos, y que nuestra
vida sólo depende de nosotros mismos. ¿Pero quién soy yo para gritar algo así a
los cuatro vientos?”.
Azul bebió un sorbo de agua; tenía la garganta seca. Por querer educar en
tan dura lección, había hecho daño a alguien…, y a cambio, le habían deseado la
muerte.
Comentarios
Lo que aun me tiene meditando con teorías incluidas, es porqué Iván anda por esos lados. Veré si es alguna de las dos que tengo en mente.