Capítulo XXV (tercera parte)
Ex Girlfriend, de No Doubt
El plan de la Cenicero
también comenzó a enredarse cuado Sapito se despertó, y se encontró entre Rubí
y Esmeralda en el asiento trasero de un coche desconocido. La chica le abofeteó
desde el puesto del copiloto para que espabilase aún más rápido.
–¡La sabandija ha vuelto en sí! Justo a tiempo para decirnos la dirección
de su casa.
–¿Dónde estoy? ¿Qué pasa? ¿Qué queréis hacerme?
–Travesuras… –dijo Esmeralda, antes de echarse a reír de forma
espeluznante.
–¡Basta, soltadme! ¡No sabéis lo que estáis haciendo! ¡Por favor, dejad que
me vaya! –Iván se agitó en su asiento e intentó quitarse el cinturón de
seguridad.
–De eso nada, querido; no irás a ninguna parte –Rubí le rodeó el cuello con
su brazo izquierdo y le enseñó cinco uñas rojas y afiladas.
–¡Yo no he hecho nada, lo juro! Ceni, tienes que creerme.
–¡Cobarde! –Dicho esto, la
Camarera le arreó otro puñetazo en el estómago con la fuerza
necesaria como para aturdirlo, nada más–. ¡Sinvergüenza!
–Escucha… yo… –El Príncipe respiraba de pronto forzadamente, como si le
faltara el aire cada vez que intentaba decir una palabra.
–¿Qué le ocurre? ¿Se está ahogando? –preguntó El Rata, intentando enterarse
de qué ocurría a través del espejo retrovisor.
–Necesito… inhalador…
–¡Se está poniendo azul! –chilló Esmeralda, y se apartó de él tanto como
pudo en el mismo asiento trasero.
–¿Qué hago, le suelto? –Rubí no esperó una respuesta y aflojó el abrazo con
el que mantenía a Iván en su sitio.
–¡Sí, déjalo respirar! Esto es lo que me faltaba: tiene un ataque de asma…
Necesita un inhalador cuanto antes, o de lo contrario se asfixiará –Apenas la Cenicero hubo dicho esto,
Esmeralda bajó la ventanilla del coche y comenzó a gritar pidiendo auxilio.
–Acabo de pasar frente a una farmacia, Ceni. ¿Qué hago, doy la vuelta?
–¡De ninguna manera, Rata, tú limítate a conducir!
–¿Acaso sabías que sufría de asma? –espetó Rubí–. ¿O es su primera ataque?
–Jamás me dijo que lo fuera. Él sí debía saberlo, porque acaba de pedir un
inhalador; además, el asma es una enfermedad crónica. Puede que el susto le
haya detonado esta crisis… –“O quizás lo hizo el golpe que acabo de darle justo
debajo de las costillas”, pensó–. Si de niño ya era asmático, entonces en su
casa debe haber un cacharro de esos, así que ya puede ir largando la dirección –dijo la Cenicero en voz alta,
para que tanto El Rata como Sapito la escuchasen y ya nadie dudara de lo que
estaba dispuesta a arriesgar.
–No creo que pueda decirnos nada, ¡apenas está respirando! –replicó
Esmeralda.
–¡Pues que haga señas!
Iván no dudó ni un momento en aceptar la oferta, y comenzó a dar manotazos
al aire para indicarle al conductor cuándo debía cruzar a la derecha o a la
izquierda. Las Hadas lo interpretaban y le gritaban el resultado al Rata, que
de esta manera podía concentrarse en el camino y no en aquel GPS humano que
estaba a punto de quedarse sin baterías.
–En los próximos diez, veinte…, ¡cincuenta! En los próximos cincuenta
metros, gire a la derecha –Esmeralda traducía los gestos palabra a palabra con
voz robótica.
–¡Esa es tu izquierda! –bramó Rubí, dándole un coscorrón.
–¡Gire a la izquierda, a la izquierda! ¡Por qué poco!
Y así siguieron unos cuantos kilómetros, hasta que las amplias avenidas del
Ensanche quedaron atrás y comenzó el ascenso por el monte Rosenberg, a través
de una carretera serpenteante y de una urbanización donde se alojaban las
villas y mansiones más imponentes del Reino. Allí tenían su residencia
Embajadores, Condes, Astrólogos, Alquimistas, Médicos y gente de la farándula…,
así como los mismísimos Reyes, moradores del Palacio que coronaba la cima de
aquella montaña sembrada de cerezos-bomba siempre en flor, como una mal disimulada
medida defensiva ante actos de pillaje.
Un control de la Guardia Real
les esperaba a pocos metros, y pese a la insistencia de Iván, El Rata giró en
dirección contraria y se alejó del camino.
–Espero que no estés intentando forzarnos a entrar en un control de
carretera, Sapito, porque no va a funcionar. Más te vale recordar otra ruta
antes de que se agote tu tiempo.
El Príncipe, incapaz de hablar sin ahogarse, simplemente asintió y volvió a
su locuaz mímica. Les condujo entonces hasta un bosque cercano al Palacio; en seguida pidió al conductor que parase el coche, e indicó a los demás que ya habían
llegado a su destino.
Rubí cargó con el agonizante batracio y bajaron todos del coche excepto El
Rata, al que la Cenicero
dio la orden de esperar allí con el motor encendido y las luces apagadas. Se
adentraron entonces entre los pinos y los cerezos, parcialmente a oscuras a
esas horas de noche, y caminaron a través de una vegetación cerrada y llena de
matorrales, cuidando de no pisar ninguna de las explosivas cerezas que alfombraban
el suelo.
–Y yo pensando que nos llevaría a una mansión refinada, habitada por gente
de alcurnia –se quejó Rubí.
–Más bien parece que nos estuviera conduciendo a una charca, donde estarán esperándole su padre y su madre Sapo –la Cenicero alzó los bajos
del vestido para que nada le ensuciara su disfraz de Zafiro.
–¡Callaos y concentraros en el camino! Como no nos demos prisa, llegaremos
tarde al concierto…, y encima llevaremos un cadáver a cuestas –se quejó Esmeralda.
El camino acabó en una muralla, de la que salía un antiguo desagüe lo
suficientemente grande como para que cupiese dentro un carruaje tirado por caballos, o
incluso una limosina. Ahora parecía estar en desuso, aunque una serie de bombillas
iluminaban el interior y lo convertían en un improvisado túnel hacia lo
desconocido. En cualquier caso, el final se adivinaba fácilmente –tras una
puerta al fondo de la enorme tubería– así que se aventuraron sin pensarlo
demasiado.
“¿Qué es este sitio?” y “¿A dónde nos está llevando?”; esas mismas
preguntas se repitieron unas cuantas veces a medida que el camino se complicaba
y conducía a sitios cada vez más extraños. Tras la primera puerta arribaron a
un antiguo calabozo; subiendo unas escaleras de caracol, llegaron a una gigantesca
despensa abovedada llena de barricas, alambiques e instrumentos propios de un
laboratorio de alquimia; cruzando una puerta camuflada se encontraron en una
sala de máquinas, y finalmente salieron –a través de una trampilla en el techo–
a un espacioso aparcamiento interior.
Todos los coches allí estacionados tenían matrícula del cuerpo diplomático,
y costaban unas diez veces más que la carísima operación de transfiguración de Azul. Si
se les comparaba con el trasto en el que les había traído El Rata –que parecía
una calabaza rodante–, aquellos vehículos eran el colmo de la elegancia y el
confort. Las tres Hadas se quedaron embobadas y parcialmente cegadas por la
intensa luz de los fluorescentes, de manera que Sapito aprovechó para escapar de sus
captoras, huyendo tan rápido como podría hacerlo un asmático. Su exnovia despechada
se lanzó tras él; le persiguió a través del aparcamiento y le vio subir a un
ascensor.
–¡Se ha bajado en la quinta planta! Vamos, subamos por las escaleras –la Ceni no se permitiría perderle
de vista antes de hablar con sus padres y aguarle la fiesta.
–Mira, guapa: sube tú por las escaleras si quieres, pero yo he cargado con
él desde que salimos del bar –Rubí se plantó, y la chica no tuvo más remedio
que esperar cruzada de brazos a que la cabina bajara de nuevo a la planta “menos
dos”.
Una vez dentro, las tres vengadoras confirmaron con su silencio que aquel
debía de ser el ascensor más elegante en el que se habían subido jamás. En el
artesonado del techo brillaba una pequeña lámpara de araña, y había butacas
tapizadas para quien quisiera sentarse; las paredes estaban alicatadas con
azulejos de porcelana y los botones parecían piedras preciosas engastadas en
plata.
Antes de pulsar la pequeña joya que les llevaría a la quinta planta, la Cenicero tuvo su primer,
único y fugaz momento de reflexión. “¿Qué es este lugar? Sapito nunca me habló
de su familia, excepto para lamentarse ocasionalmente de la tiranía del
padre. Cuando éste decidió internarlo en una academia privada para que
terminara de una vez sus estudios, supuse que su familia sería acaudalada…,
pero jamás imaginé cuánto”. El botón se hundió en su marco plateado. “En cualquier
caso, un padre déspota (sea rico o pobre, como el mío) sabrá poner en cintura a
Sapito cuando conozca su vida secreta”.
Tan pronto comenzaron a subir, una voz femenina y sensual anunció que
harían una parada en la
Mezzanina. Cuando
las puertas se abrieron, la imagen ante ellas las dejó de nuevo boquiabiertas; estaban
en un gran salón de baile exquisitamente decorado y con una lámpara de araña
que parecía la Reina Madre
de todas las lámparas de araña (incluida la del ascensor). Cientos de invitados
bailaban los últimos compases del vals tocado por una orquesta, y luego
asistirían al banquete que se estaba sirviendo en la planta superior, en las
mesas dispuestas bajo la cúpula adornada con un fresco del Zodíaco.
La pareja de ancianos que esperaba a entrar a la cabina tuvo que carraspear
para que las tres Hadas reaccionasen y se apartaran, después de quedar
trastornadas por semejante fastuosidad y ostentación. La dama se mostró muy
cortés y sonriente, y en un gesto protocolario, preguntó a aquellas extrañas
compañeras de ascensor:
–Disculpad mi indiscreción, pero jamás había visto atuendos tan exóticos
como los que lleváis. ¿A cuál honorable nación representáis?
–Pues del País de las Hadas. ¿Es que no ve las alas? Hay que fastidiarse…
El Cónsul y su mujer se bajaron en la primera planta, mientras ésta
abanicaba el sofoco que le produjo la falta decoro de Rubí. Las tres Hadas
aprovecharon nuevamente de echar una ojeada y vieron una escultura de hielo
con forma de reno, a los Camareros flambeando un ave fénix, y el emblema de la
Casa Real –con sus narcisos amarillos sobre
un fondo de rayas blancas y azul marino– ondeando en los pequeños estandartes
de cada centro de mesa, junto al escudo (menos conocido) de la
Casa Real de Evenkia.
Luego ascendieron sin más interrupciones a la quinta planta. “Prepárate,
Azul, porque tú serás la siguiente” –pensó la Cenicero, mientras que el
veneno de la rabia le recorría el cuerpo, le subía la fiebre y hacía que le
doliera aún más, si cabe, el corazón. Cuando las puertas se abrieron por
tercera vez, lo hicieron en una habitación lo suficientemente grande como para
que, además de la cama con sábanas bordadas en oro, dos sofás, una pantalla de cincuenta
y dos pulgadas, videoconsolas varias, la maqueta de un tren –con sus vías
recorriendo a su vez un diorama de la Capital– y el escritorio de rigor, cupiera un magnífico
campo de minigolf de tamaño mediano.
Encontraron al fugitivo arrodillado junto a una de las mesillas de noche,
rebuscando en su interior. Las dos Hadas, más la que iba disfrazada, salieron de
la cabina pero no se atrevieron caminar ni a dar un paso más, como si la
pomposidad fuera una barrera invisible que les impidiese avanzar y las mantuviera
encerradas, valga la redundancia, en una suerte de pompa de cristal.
En cualquier caso, Sapito parecía no necesitar ayuda, pues acababa de
encontrar lo que habían ido a buscar: se llevó el inhalador a la boca, respiró
unas cuantas bocanadas, recobró un color de piel más saludable (esto es, dejó
de ser un Príncipe azul), se puso en pie y gritó con todas sus fuerzas.
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