Capítulo XXVI (cuarta parte)
De nuevo en el bar, en la misma mesa donde Hansel y Gretel acababan de
zaparse el último trozo de la tarta, Aurora pudo terminar de explicar la
historia del nacimiento de Rosa a sus dos hijas y dar paso a la sección de
preguntas.
–Veamos si lo he entendido: Resulta que me he creído huérfana durante años porque
mis padres temían que naciera con el cabello azul, o con cualquier otra tara.
Sin embargo, aún después de comprobar que era una niña normal y blonda, me
desecharon.
–¡Esa es una palabra terrible, y tan lejos de la realidad! Querida, tu Padre estaba aterrorizado. Dijo que a los recién nacidos suele
caérsele el pelo con el que llegan al Mundo, y temía que al volver a salirte ya
no fuese rubio sino de un color más peculiar. Él no podía o no quería correr riesgos,
porque la crianza de Céfiro estaba siendo demasiado complicada y nuestra
familia corría peligro de desmoronarse.
Azul apartó la mirada al escuchar a su Madre hablar por primera vez de lo
duro que había sido convivir con un niño-Hada, pero como no quería restarle
protagonismo a Rosa, disimuló lo mejor que pudo la tristeza que sintió al oír
esas palabras.
–Sé que no es una excusa, pero fueron nueve meses muy extraños. Incluso el
recuerdo que guardo del embarazo es borroso, como si no hubiera cuajado en mi
memoria. Entiéndeme; yo me moría de ganas por regresar a casa con Céfiro, y tu Padre
estaba decidido a no tener más hijos desde un primer momento. Al final sólo
conseguí convencerle de tenerte bajo la condición de entregarte en adopción el
mismo día de tu nacimiento, sin importar que fueses rubia, morena o pelirroja.
–Por cierto, ¿qué día nació Rosa? ¡Pero dímelo en secreto! –Azul acercó la
oreja a su Madre, quien le dijo la fecha en voz baja y procurando que nadie le
leyera los labios.
–¡Decidlo en voz alta, que necesito saberlo! –chilló la chica con la
potencia combinada de su garganta y sus pulmones. Sinclair, que pese a estar
sentado en otra mesa tenía el oído puesto en aquella conversación, pensó que la
familia de Rosa era tanto o más cruel que ella. En su humilde opinión, nadie
podía quitarle el derecho a saber en qué día nació, ni siquiera con la excusa
de que no saberlo la haría más libre de lo que nadie había sido jamás.
–¿En serio? Pues no lo parece –dijo Azul, que volvió a repasar a su hermana
para comprobar que no encajaba por completo con las características de su
supuesto signo.
–No sabes lo doloroso que fue desprenderme de ti, Rosa –le dijo Aurora
intentando retomar su historia–. Y es que no sólo eras una niña normal y sana,
sin desmerecer lo presente –Azul tuvo que redoblar su disimulo tras aquel sutil
agravio de su Madre–, sino un bebé precioso, con rizos dorados y unos ojos
verdes que irradiaban serenidad.
La mirada de Rosa distaba mucho de ser serena en la actualidad. No era
dulce, ni amable, ni inocente. Todos pensaron lo mismo, pero nadie se atrevió a
decirlo.
–Que nadie me venga con zalamerías a estas alturas. ¿Tenéis idea del daño
que me habéis hecho al abandonarme en Grimm sin una Carta Astral? ¡Y esto me
resulta aún más incomprensible ahora que sé que mi Padre y mi hermano eran
Astrólogos, y nada les hubiera costado escribirla! –Los músculos le
temblaban a la chica; en parte por el agotamiento, y en parte por unas ganas
tremendas de salir corriendo de allí.
–No culpes a Azul: él ni siquiera supo de tu existencia hasta hoy. Y tu Padre,
bueno, supongo que con las prisas… O quizás sea parte de su carácter; ¡con
decirte que no me dejó ponerte nombre, y que tampoco quiso hacerlo él! Estaba
convencido de que así sería más fácil
entregarte a la Academia Grimmoire.
Rosa pensó fugazmente en Gato. Ella tampoco había querido ponerle nombre
para no sentir que era de su propiedad, para no encariñarse tanto y para no sufrir si algún día no
regresaba. “¡Pero yo no soy un gato!” se dijo, e inmediatamente imaginó la
respuesta que le habría dado su mejor amigo de estar allí presente: “Y aunque
me vistas con camisa, pañuelo y botas, yo no soy un ser humano…, pero me
quieres como si fuera parte de tu familia”.
Resultó que, si fuera capaz de hablar, el felino tendría razón…, ¿o acaso
Rosa habría sido verdaderamente un miembro más de la familia Celeste si Astreo
le hubiesen dado un nombre y un signo zodiacal? La chica observó a aquellos dos
parientes recién descubiertos al otro lado del tablón de madera, y se preguntó
qué clase de amor podría sentir por ellos. ¿Llegaría a quererles tanto como a
Gato: ese animalito sin nombre al que había acariciado durante incontables veladas
insomnes? No se sentía capaz de pensar en Aurora sino como en una abuela que se
entretenía haciendo pasteles, mientras buscaba a su hijo perdido y huía de un
marido imbécil. Y en cuanto a Azul… En fin, a él no es que no le quisiera: incluso
había llegado a odiarlo profundamente. Y a destrozarle su sueño. Y a tenderle
una trampa que lo enviaría entre rejas.
Fue entonces cuando se produjo el primer chispazo. Imaginó a Azul siendo
arrestado gracias a su denuncia. Pudo prever el sufrimiento de Aurora y de
Astreo, y pronosticar el triste final que tendría la historia de alguien que
simplemente había intentado realizarse a sí misma; la conclusión de unas
memorias que no servirían para recordarle, sino para borrarle de la faz de la Tierra.
Ese libro, El Blues del Hada Azul, las
había hermanado…, y ella, a cambio, lo había utilizado para condenarla.
Rosa se había preocupado de tener testigos y una coartada. Había borrado su
rastro con esmero, y utilizado a Sinclair para hacer el trabajo sucio cuando su
venganza así lo ameritaba. Pero de nada serviría ahora todo aquello, ¡pues Azul
era realmente su hermana! ¿Acaso la Guardia Real no ataría cabos después de que
trascendiera lo descubierto en esta velada? Si la Familia Celeste se hundía en
la miseria, también la arrastrarían al abismo a ella: ¡les unía un vínculo de
sangre!
–Creo que he hecho algo muy malo –dijo Rosa, que parecía ausente desde
hacía un minuto pese a tener los ojos abiertos.
–¿Algo malo? –preguntó Aurora, creyendo imposible que aquel ángel de mirada
feroz fuese capaz de cometer ninguna fechoría.
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