Capítulo XXVIII (segunda parte)
Bird Guhl, de Antony & The Johnsons
La noche llegó a la celda de Azul antes que al resto de la Capital, y también con más
intensidad. La penumbra era tal en los calabozos, que nada podía hacer un detenido excepto acostarse
en su camastro, o tantear con la yema de los dedos cada uno de los barrotes de
la celda, como si alguno fuera a aflojarse de imprevisto para ofrecer una
salida a aquel encierro.
Azul optó por lo primero, sabiendo
que esperar lo segundo sería inútil. Se echó en el catre después de sacudirlo
y de ver que no era más que un colchoncillo mugriento sobre unos rígidos
tablones de madera, suspendidos entre dos muros de piedra.
“¡Qué dura es esta cama! ¡Qué fuertes son los muros de piedra de esta
torre! ¡Cuán inamovibles los barrotes! Y qué fácil fue que mi sueño se rompiera
y yo acabase aquí encerrada, a punto de ser enjuiciada por un delito que no
cometí. ¿Cuánto tiempo estuvieron estas rocas en el vientre de la Tierra hasta
volverse así de sólidas? ¿Cuántos años más tendría que haber luchado yo para
que mi sueño fuera indestructible?”.
A Azul sólo le quedaba la sensación de haber saltado al vacío sin
paracaídas, sin alas de mariposa que le permitiesen remontar el vuelo. Su deseo
no le había conducido más que al agotamiento, a la decepción y a la ruina.
Cierto es que ya se había sentido mal antes, cuando todo estaba a punto para la
operación y ella se comportó de forma egoísta, negándose a ayudar a sus amigos
cuando estos más la necesitaban. Pero sus momentos de debilidad eran algo con
lo que podía lidiar; no así con la tragedia de su inminente sacrificio, y con
esa sensación de que ya no restaba otra cosa excepto esperar la condena.
Aquello podía superar a cualquiera.
“Quizás sea mejor que todo acabe así; a fin de cuentas, habría sido un Hada
madrina nefasta. No sólo abandoné a Geppetto, sino también a Bella y a sus
hijos ¡Y ni hablar de lo que le hice a la Cenicero! Azul también pensó en Pushkin, Rubí,
Esmeralda y en lo mucho que se habían esforzado por ella. Gracias a sus
compañeras había tenido la oportunidad de ser un Hada sobre el escenario, de
conocer al Doctor Unicornio y de ahorrar en tan poco tiempo el dinero necesario
para operarse. ¿Y cómo les había mostrado agradecimiento? Perdiendo el tiempo
con el novio de su mejor amiga. “¿Pero quiénes sino ellas serían capaces de
comprender lo tortuoso que es vivir sin ser querido, y sin poder amar como una
realmente es?”.
Sapito había suplido esa necesidad al llamarla Hada y al besarla creyendo
que lo era. “¡Pero habría sido tan fácil colmar ese vacío de otra forma,
cubrirlo con otros abrazos! Mi Padre y mi Madre se subieron conmigo sobre el
escenario y lloraron al volver a verme. El público me aplaudía tras cada
actuación, ¡e incluso me llamaban ‘guapa’! Y luego Rosa, mi confidente y juez:
la única que leyó mi historia y llegó a conocerme tanto como una hermana antes
de saber que realmente lo éramos… No puedo dejar de pensar en la forma en que
nos ayudamos para salir del atolladero; en su mirada cómplice y en sus gestos,
tan parecidos a los míos”.
“Ya no podré volver a verla, ni a ella ni a ninguno de mis seres queridos.
No me dejarán salir de aquí jamás. Mi deseo de ser Hada me ha conducido otra
vez hacia un callejón sin salida, pero aquí no hay un caldero dorado al final
camino, sino la más absoluta oscuridad”.
Azul siempre supo –y así lo escribió en sus memorias– que no había nada tan
difícil como llegar a ser quien uno realmente es. Su sacrificio probaría que no
estaba equivocada, y sería un negro presagio para la gente de aquel Reino. Para
todos excepto Rosa, quien vivía sin cadenas, y que aún no comprendía el alcance
de su suerte.
El chico-Hada se acurrucó en el camastro, estiró las mangas del camisón
naranja para cubrirse las manos y combatir el frío, y se durmió. Soñó con un
gigantesco monstruo de putrefacción y brea que lo devoraba todo, con una guerra
de gigantes y con maullidos provenientes del Inframundo; pesadillas imposibles
todas ellas, pero más probables que el que ella llegase a ser un Hada jamás.
Vincent, el amigo de Rosa (que había sido apresado por la Guardia Real durante
los disturbios por aparentar la mayoría de edad, debido a su altura y
seriedad) escuchó llorar a Azul desde otra celda, escaleras arriba. Sus padres
le liberaron al día siguiente después de pagar una pequeña fortuna como
soborno, y el chico pudo contar lo vivido en la cárcel a sus compañeros de
clase, ávidos de noticias. Sin embargo, omitió el llanto del chico-Hada por
camaradería y respeto: según él, Zafiro se había mostrado desafiante en todo
momento y no se amedrentó ante el Príncipe ni la Guardia Real. Por la noche no
durmió, sabiéndose inocente e injustamente apresada, pero consciente de que su
sacrificio serviría para liberar a mucha gente de la tiranía y la opresión. Los
que escucharon esa historia aplaudieron su valentía y la llamaron heroína y
luchadora…, dos títulos con los que Azul no podría estar más en desacuerdo.
Ella sólo quería ser un Hada, tener alas y cantar; no una aspirante a
mártir vestida con un horrendo pijama naranja, encerrada en una celda en la más
alta torre, hasta el fin de sus días.
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