Capítulo XXIX (segunda parte)
Casi una hora después de entrar en su habitación, Geppetto por fin consiguió
que la Cenicero
se pusiese en pie. Su estado era casi catatónico; caminaba en línea
recta cuando el Titiritero se lo ordenaba, y sólo en la dirección a la que
apuntaban sus pies. Parecía la persona indicada para empujar el carromato, siempre
y cuando alguien más despierto le orientase..., así que de esa guisa se pusieron en marcha hacia el Mercado Central. Una
fina llovizna caía sobre ellos, creando un halo amarillento alrededor de las
farolas. Las calles estaban desiertas.
Cuando entraron en la
Travesía del Arcoíris, se toparon con un panorama desolador:
la mayor parte de los edificios yacían en ruinas, tras ser golpeados en sus
fachadas cuando el caldero fue arrastrado hasta la salida. Ya no quedaban
colores, pues todo estaba cubierto de una espesa capa de polvo gris y cenizas.
No se veían visitantes ni Guardias, y la que solía ser la hora punta de vida
nocturna en la calle ya no era más que otra de sus muchas horas muertas. Sólo
un esfuerzo enorme conseguiría devolverle la vida y esplendor a la Travesía del Arcoíris; un
milagro urbanístico, improbable ahora que estaba en el punto de mira de la Guardia Real y que sus vecinos
se habían marchado con lo puesto. Difícilmente quedaría alguien con la voluntad
de regresar.
De todos los edificios, El Caldero de Oro era sin duda el que ofrecía el
espectáculo más lamentable. La estancia central se había venido abajo y ya sólo
quedaban en pie las dos torres laterales, donde estaban el camerino de Azul y
el despacho de Pushkin, respectivamente. Una gran zanja cubierta de adoquines
sueltos y brasas era el único rastro dejado por el caldero en su pesado viaje hacia
las dependencias de la
Guardia Real.
La
Cenicero, quien
hizo sonámbula el trayecto desde la
casa de Geppetto,
abrió ampliamente los ojos y revivió el horror de la noche anterior. Había
conseguido escapar antes de que todo comenzara..., pero viendo el estado en que se
encontraba el bar y los restos calcinados del mugriento sofá, no le fue difícil
imaginar la angustia y el sofocante dolor de los que quedaron atrapados dentro,
con los Guardias bloqueándoles la salida.
Geppetto evitó los cascotes y apartó la mirada de donde intuía que cayó el
caldero, sabiendo que bajo él habían muerto muchos de los asistentes al concierto. Apenas unas horas antes seguía pensando que los mellizos habían encontrado allí un
trágico final. Ahora sabía que estaban vivos..., y sin embargo, la feliz noticia no
le restaba horror al escenario, pues algunos de sus compañeros de la Academia Grimmoire
tuvieron menos suerte.
El Titiritero abrió la puerta del despacho de su amigo oso y encontró que
todo seguía intacto. El fuego no había penetrado en aquel búnker gracias a que estuvo
cerrado a cal y canto durante los disturbios; aún así, parte de la pared que daba
a la barra cayó con el resto del edificio, llenándolo todo de polvo, agua y
escombros.
La imprenta se conservaba bien: tan sólo serían necesarios unos pequeños
arreglos para ponerla en marcha, y con unas cuantas mejoras (que Geppetto
valoró al instante) se podría conseguir que trabajara aún más rápido, que
gastara menos tinta y que la calidad de la impresión fuese mejor. Aquella
madera barnizada de las planchas y rotores, veterana de dos gravísimos incendios,
le despertó simpatía al Titiritero.
La Ceni entró detrás de él. Ya no se encontraba
zombificada, y poco a poco comenzaba a recuperar la lucidez. El despacho de su
jefe, en el que nunca reparaba (ni limpiaba) en detalle le evocaba ahora
incontables recuerdos: las fotos de cuando Pushkin era joven, y que le habían
inspirado más de una risa; el equipo radiofónico con el que torturaba a sus
oyentes contándoles batallitas; las decenas de jarras de café, acumuladas una
sobre la otra; el escritorio donde solía esconderse cada vez que intuía la presencia
de niños, y en el cual se sentó cuando ella hizo su primera y única entrevista
de trabajo…, cuando aún no sabía hablar bien el idioma, ni entendía lo que
querían decir en otros sitios cuando la rechazaban por ser una “Ilegal”. Cada
objeto despertaba un rincón de su memoria, dormida mucho antes de probar a evadirse
con “Z”.
Viendo que su amiga seguía absorta, Geppetto decidió cargar él solo la
imprenta en el carromato, así como algunos objetos personales de Pushkin que
quizás le apetecería recuperar y que, en caso contrario, al propio Titiritero
le haría ilusión guardar. Mientras tanto, la Cenicero encendió el
equipo radiofónico tal y como había visto hacer tantas veces a su jefe; se
acercó el micrófono, y comenzó a hablar en su lengua natal.
–Ceni, ¿qué estás haciendo? ¡Podrían descubrirnos!
–Yo también quiero poner mi grano de arena –dijo la chica antes de seguir
con su locución y de pedirle a Geppetto que hiciera silencio. Luego repitió lo
mismo que ya había dicho, pero esta vez en el idioma local, y el Titiritero
comprendió que aquella sería una aportación perfecta al plan de Pushkin. Así
pues, la dejó hacer; más tarde la felicitaría por su valentía y le explicaría
la idea del exTabernero. No había motivos para interrumpir el despertar de la Cenicero.
–Estimados oyentes, compañeros Ilegales, desposeídos e inmigrantes;
personas diferentes, originales y que se han atrevido a ser libres, guardando
en un cajón sus Cartas Astrales. Hombres, mujeres y niños hartos de que les
digan qué pueden ser, cómo tienen que comportarse, a quién deben amar, y cuánto
tiempo han de ser esclavos del sistema; ¡os imagino tan cansados de que la Monarquía se aproveche
de vosotros mediante el Derecho de Autor hasta los setenta años! Hermanos,
amigos y desconocidos; escuchad lo que os tengo que decir, porque la vida nos
va en ello: Ayer por la noche, uno de nosotros fue injustamente apresado por la Guardia Real después de ser
acusado de un crimen que no cometió. Esa persona, que todos conocéis como el
Hada Azul, es una amiga excelente, una gran artista y una compañera inigualable,
y su única falta fue la de ser terriblemente ingenua. Yo soy la auténtica responsable del delito
del que se le acusa…, pero lo seréis también vosotros si no luchamos por
nuestra causa común: la libertad.
Dicho esto, la Cenicero
volvió a hablar en su idioma, y una vez más lo tradujo para que no sólo los
Ilegales de su nacionalidad le entendiesen, sino también todo el que por un
casual sintonizara aquella emisión póstuma de El Caldero de Oro FM.
–Quiero dedicar esta canción a mi amiga, el Hada Azul. No soy una buena
cantante, y tampoco he sido la mejor Cuidadora, Camarera y amiga, pero es lo
único que puedo ofrecer. Espero que os llegue al corazón, y que un latido furioso haga que os unáis a
nosotros cuando llegue el momento de salvar a la persona más hermosa y valiente que
habréis conocido jamás.
La
Cenicero carraspeó,
se acercó al micrófono y se dispuso a cantar. Geppetto arrugó la nariz, seguro
de que su amiga estaba a punto de arruinar un bello discurso con una tonada
que, cantada por ella, resultaría horriblemente nasal y desafinada. Pero la voz
que salió de la garganta de la
Ceni al cantar
Azulão, de Jayme Ovalle y Manuel Bandeira
fue, muy al contrario, un verdadero prodigio de
delicadeza y ternura que transportó momentáneamente al Titiritero a un remanso
de paz; a un lugar encantador, tan lejos de aquel barrio en ruinas y de aquella
ciudad convulsa. ¡Si tan sólo Azul hubiese podido escucharla! Su noche en la
cárcel habría sido incluso agradable, y no habría soñado con un monstruo de
pesadilla y con el fin del Mundo, sino con las deliciosas tartas de su madre, o con el tacto sedoso de
su vestido de gala, o con el olor de los narcisos recién cortados.
Habiendo oído la primera estrofa de la canción, Geppetto buscó en su
carromato una pequeña caja de música, la modificó en el acto apretando unas
cuantas tuercas, y llegó a tiempo para acompañar con su armonía la segunda parte.
Los dos amigos se fundieron así en un pequeño homenaje al Hada Azul; un acto
que, si bien no formaba parte del plan de Pushkin para su liberación, bien
merecía el riesgo.
Geppetto y la Cenicero
se abrazaron tan pronto ésta entonó la última nota, y suspiraron juntos la
ausencia de su amiga. Pero no tuvieron tiempo de soltar más que unas pocas
lágrimas, pues el ruido de alguien tropezando con los escombros les alertó del
peligro que corrían quedándose allí.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó la chica mientras apagaba el micrófono.
–No lo sé –respondió Geppetto en voz baja–. Quizás sea un Guardia Real…
¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!
–Espera un segundo, ¿los Guardias sollozan y moquean?
–¿De qué hablas?
–¡Haz silencio…!
Los dos se callaron, y entonces el Titiritero pudo oír con claridad un
llanto que provenía del camerino de Azul, al otro lado de lo que ahora era un
solar ceniciento entre las únicas dos habitaciones de El Caldero de Oro que seguían erguidas. Intuyendo que un Guardia que lloraba no debía ser demasiado peligroso, la Cenicero avanzó
lentamente hacia la otra habitación, pese a la negativa de Geppetto y a su
insistencia para largarse de allí cuanto antes. Abrió con cuidado la puerta y
encontró una figura acurrucada en una esquina, entre las sombras, lamentándose
sin consuelo.
–¡Aquí hay una niña!
–¿Otra superviviente? ¡Increíble! –dijo el Titiritero, y buscó una linterna
en su carromato. Corrió entonces al camerino de Azul, apuntó con la luz a la
oscuridad y descubrió a una chica de pelo rosa de rasgos familiares.
–¡Tú! ¿Qué haces aquí? –chilló la Cenicero, cuya voz había vuelto ya a su
desagradable tono habitual.
–¿La conoces? –preguntó Geppetto.
–Sí, ella fue quien me advirtió de la infidelidad de Sapito.
El Titiritero dejó caer la linterna al suelo y la bombilla estalló,
dejándolos de nuevo a oscuras. Sin embargo, en su mente comenzaba a verlo todo
claramente: aquella era Ricitos, quien había enviado las cartas falsas para
distraerle y poder llegar hasta la
Cenicero, tal y como Pushkin había dicho. ¡Era Ricitos!, sólo
que después de haber crecido tanto como cabría esperar en una chica de su edad
(aunque ahí, hecha un ovillo, parecía menos agresiva de lo que el exTabernero
le había prevenido). Sí, sin duda era Ricitos, su hija adoptiva, a la que no
había tenido tiempo de querer lo suficiente. Ricitos: la razón de que siguiera
haciendo juguetes para niños que no eran suyos. “¡Ricitos!” dijo al fin, y la
abrazó con fuerza.
La chica no dejó de gimotear, sino que lo hizo con renovada intensidad,
mientras sostenía contra su pecho el único ejemplar de una colección de libros
que parecía haberse calcinado en el camerino de Azul, donde las llamas sí
penetraron y lo consumieron todo. Enterró la cara en el cuello de Geppetto y se
desahogó, dejándole la camisa empapada y negra de cenizas. El Titiritero le
acarició los cabellos con una confianza de la que se sentía sorprendido, como
si durante años hubiese estado practicando inconscientemente con sus títeres y
muñecas, a las que debía peinar de vez en cuando para desenredarles los rizos
amarillos.
La
Cenicero se
arrodilló junto a ellos, intrigada por la fortaleza de aquel abrazo, y por el
extraño lazo que unía al Titiritero y a la chica de pelo rosa.
–¿Por qué lloras? –se atrevió finalmente a preguntar a la exCamarera.
–Por lo que ha pasado. Por lo que he hecho… –dijo Rosa entre sollozos.
–¿Dices que lo ocurrido aquí fue culpa tuya? No fastidies, ¿tan importante
te crees?
Aunque las intenciones de de la
Cenicero eran buenas, su peculiar psicología no era efectiva
en la chica, que pasó de hipar a gritar de forma histérica.
–¿Sabes quién soy, verdad? –preguntó Geppetto con voz relajante y pausada.
–Sí…
–¿Las estudiantes de Grimm que murieron aquí eran amigas tuyas?
–Sí…
–Debes saber que fue un accidente. Nadie quería que el bar se incendiase.
–Pero yo le dije a la Guardia Real
cómo llegar hasta aquí.
–¿Y por qué lo hiciste? ¿Para gastarle una broma a Pushkin? Quiero decir,
como lo de las cartas que nos enviaste…
–No, no era por el Tabernero ni por ti. Azul es mi hermana, y el Príncipe
Iván era mi novio. Quería vengarme de ambos.
Dicho esto, la chica volvió a lamentarse amargamente, y Geppetto tuvo que aferrarse
a ella con más fuerza para vencer su rechazo. Él mismo necesitaba aquel
consuelo, ahora que descubría cuán terrible era la historia en la que
estaba involucrado. La Ceni
también se acercó, tras hallar en Rosa a otra persona que había sido
engañada por Sapito, y que también había deseado darle una lección con consecuencias
imprevistas. Si no se sintió manipulada por la chica fue por falta de malicia;
por ser incapaz de intuir siquiera lo enrevesada que había sido su venganza.
–No va a salir viva de esta, lo sé. Y será culpa mía.
–¡De eso nada! Estamos aquí para ayudar a rescatarla. Tus Padres, las Hadas,
los mellizos y Pushkin están trabajando en un plan para…
–Da igual, tú no lo entiendes. Ya es demasiado tarde, y ni tú, ni yo, ni
nadie puede evitar que castiguen a Azul.
–¡Eso no es cierto! ¿Has escuchado la canción que ha cantado antes la Cenicero? Toda la Capital se sumará a
nuestra causa. Sacaremos a tu hermana de ésta.
Rosa se soltó a empujones, se puso trabajosamente en pie y salió del
camerino queriendo dar un portazo (sólo que ya no había ninguna puerta para
darlo). Desde la calle en ruinas se giró con ojos rojos y el libro roto
entre las manos.
–¡Esto es lo poco que quedará de ella cuando la Guardia Real acabe su trabajo!
¿Acaso no lo veis? ¡No dejarán que salga con vida, y los siguientes seremos
nosotros!
La chica echó a correr con el único ejemplar de El Blues del Hada Azul que no estaba en manos de la Guardia Real, que no se había
quemado en el incendio, y que no había sido descartado por las bibliotecas de la Capital como copia defectuosa.
Esas memorias serían el legado que heredaría Rosa de la única persona que
habría podido enseñarle algo sobre sí misma y ayudarle a descubrir quién era. Y
no porque Azul pudiera descubrir el signo de gente, o fuese una Astróloga
experta..., sino porque era su hermana: la persona más similar y cercana a ella
que hubiera podido encontrar.
Geppetto y la Cenicero
intentaron seguirla, pero no podían dejar atrás el carromato. Regresaron a
buscarlo, cargaron además el equipo radiofónico de Pushkin, y tiraron entre los dos hasta sacarlo de la empinada Travesía. Un
destacamento de Guardias Reales se cruzó con ellos en la salida, mas no
sospecharon del contenido infantil e inocuo que suponían dentro del teatro ambulante
de marionetas.
Sus suposiciones fueron erradas, claro está, y perdieron la oportunidad de
encontrar la imprenta que fueron a buscar. Tampoco hallaron ningún ejemplar del
libro que había sido adulterado en El Caldero de Oro, así que el Capitán llamó
al Director del Departamento de Documentación y Análisis del Tribunal Supremo
de Justicia; éste llamó a su vez al Secretario de la
Casa Real, y éste se acercó en persona a la
habitación del Príncipe en el Palacio para informarle de las últimas novedades en la investigación.
–¡Así que Zafiro
volvió a mentir! Las reglas del juego acaban de cambiar, y esta vez a nuestro
favor. ¡Aplastaremos a los terroristas como si fueran moscas! –y dicho esto,
Iván se puso en pie sobre su cama, en pijama, y comenzó a dar saltos de la
emoción.
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