Capítulo XXXI (novena parte)
American Pie, de Don McLean, versionada por Madonna
Rubí y Esmeralda comenzaron a ejecutar la coreografía de los primeros
compases (cuya melodía Azul reconoció al instante), y fueron también ellas las
primeras en cantar. Zafiro no pudo evitar el llanto, y tardó un tiempo en
calmarse lo suficiente como para poder afinar la voz y unirse a sus compañeras.
El público formado por los peatones, los conductores atrapados en el atasco,
los estudiantes de Grimm, los Ilegales, los vecinos desalojados de la Travesía
(ahora principales clientes de los hostales de Heliópolis); los que escucharon
la canción de la Cenicero en la radio, los asistentes al juicio del Hada Azul y
hasta los mismísimos Guardias Reales –que acababan de dar por perdida la batalla–
quedaron embobados con el espectáculo, y poco a poco comenzaron a fluir los
aplausos al ritmo de la canción; muy tímidamente al principio, eso sí, hasta que la
lluvia de aplausos pasó de ser llovizna, a una tempestad de truenos regulares y
sincronizados.
Parecía como si no existiese un mejor escenario que la cubierta de aquel
aerobarco, elevada unos tres metros por encima de los coches aparcados. De
igual forma, la acústica que ofrecían los rascacielos cubiertos de anuncios publicitarios
era inmejorable. Durante un día normal no hacían más que intensificar el ruido
de los coches, pero las voces de las Hadas rebotaban ahora perfectamente sobre
ellos. ¡Incluso los neones parecían haber sido puestos allí para formar parte
del espectáculo! Aurora, Bella, la Cenicero, Gretel, Hansel, Geppetto, Pushkin
y Astreo se subieron también al escenario, y hasta trajeron consigo al Doctor
Unicornio (que ya había despertado, y llevaba un rato dando coces en el almacén
para que acudieran a rescatarlo), aunque no le quitaron la camisa de fuerza
para impedir que escapase. Por delante de ellos, Zafiro, Rubí y Esmeralda
encandilaban al público con sus trajes de gala, sus poderosas voces y una
coreografía que sacaba a relucir el perfil centelleante de sus alas.
Dos de las tres únicas personas que no prestaban atención al show subieron sin problemas la
escalinata que llevaba a la puerta principal del Tribunal, custodiada sólo por
un par de enormes leones de piedra (ahora que los Guardias estaban, más que
distraídos, embrujados); y es que allí arriba se hallaba el tercero: un
ofuscado Príncipe Iván, quien presa de la histeria y de la rabia, intentaba
cargar de nuevo el lanzagranadas. Rosa y Sinclair iban a su encuentro decididos a darle una
lección al estilo pedagógico de Ricitos; así pues, Iván sólo se percató de
ellos tras recibir un golpe en la nuca con el pesado tomo I del Tratado de Astrología Elemental que la
chica blandía como arma contundente.
–¡Por fin te encuentro, novio mío! En verdad eres tan escurridizo como un
sapo… Así que iré al grano, antes de que te toque regresar a tu charca: Vengo a decirte
que hemos terminado. Es mejor hablar estas cosas cara a cara para que queden claras,
¿no lo crees? –Un empujón derribó al Príncipe al suelo–. Pero no te aflijas; no
es por ti, sino por mí. A fin de cuentas, eres un excelente partido, un novio
ejemplar... No te conviene estar con la persona que te delató ante la Cenicero,
que le contó a los estudiantes de Grimm la verdad sobre ti, y que les convenció
de venir a salvar a mi hermana de tus ancas.
–¿A tu hermana? ¿Zafiro es tu hermana? –dijo Iván recuperando la compostura–.
La ingenuidad debe ser congénita, y las ansias de morir a manos de un Príncipe
también…
El chico se incorporó de un salto y desenfundó la espada ornamental que
llevaba en el cinto, como parte de su uniforme de gala; atravesó el libro de una
estocada, capturó fácilmente a Rosa (ahora que estaba desarmada) y le puso el
filo de la hoja en la garganta. Sinclair gritó el nombre de su amiga y se
abalanzó sobre Iván para liberarla, pero éste le golpeó con la empuñadura y le
hizo rodar escaleras abajo. Llegó al último escalón tan lleno de magulladuras
que ya no se levantó hasta el día siguiente.
El futuro Monarca hizo que Rosa recuperara el megáfono del suelo y se lo
diese; lo puso a máximo volumen, y gritó para que su voz fuera escuchada en
todos los rincones de la Plaza de los Neones, incluso por encima de la música omnipresente.
–¡Deteneros, o la chica morirá!
Azul vio la escena desde la cubierta del aerobarco y dejó de cantar y
bailar al instante. Rubí y Esmeralda siguieron unos compases más, pero también
acabaron por detenerse y la música cesó por completo. Sin embargo, el silencio
duró apenas unos segundos, porque los aplausos del público se transformaron en una
censura generalizada y sonora hacia el Príncipe y su cobarde estratagema.
–¡Me importa muy poco vuestra opinión!
Si alguien más vuelve a aplaudir, a silbar o a cantar una sola nota, la hermana
del Hada Azul morirá en su lugar. El juicio va a continuar, y todos seréis
testigos del castigo que merece quien se atreve a desafiar a la Monarquía, a la
Astrología y al mismísimo Supremo Autor.
El Juez, refugiado dentro del Tribunal, salió de nuevo junto al Fiscal, los
Alguaciles y los demás Albaceas por la puerta principal. Se dispusieron en el orden
que guardarían dentro; esperaron a que las cámaras de televisión les enfocaran
y procedieron a la lectura del veredicto, redactado durante la batalla por orden
expresa del Príncipe Iván.
–El Tribunal Supremo de Justicia ha
concluido que Céfiro Celeste, también conocido como Azul Celeste, también conocido como
Zafiro, el Hada Azul, es en efecto un Hada; no de nacimiento ni de profesión,
pero sí como consecuencia de su estilo de vida libertino y errático. Así pues,
como persona con triple identidad, recibirá una triple condena: por haber
quedado probado que atentó contra Su Alteza, el Príncipe Iván; por desafiar el
Derecho de Autor y obviar las obligaciones dimanantes de su Carta Astral; y por
camuflar sus memorias como texto escolar, con la intención de adoctrinar a los jóvenes
del Reino y sumarles a su causa anarquista.
Los silbidos del público eran tales, que el Príncipe tuvo que prestarle el
altavoz al Alguacil que leía el veredicto para que su voz se oyera con
claridad.
–La triple condena que este Tribunal
impone sobre el Hada Azul para expiar sus crímenes quedará resumida en su
muerte. Deberá ser ejecutada en la horca aquí mismo, en la Plaza de los Neones,
bajo la mirada atenta de aquellos ciudadanos que, en un lapsus de civismo, han
participado en los disturbios callejeros del día de hoy, y que por tanto
merecen aprender la lección impartida por este Tribunal.
Todos los que estaban sobre la cubierta del aerobarco arroparon a Azul,
pero no pudieron evitar que los Guardias Reales les capturaran uno a uno y les
apartasen de ella, obligándoles a bajar del navío; a fin de cuentas, Rosa
seguía con la yugular a pocos centímetros de la espada del Príncipe, y
cualquier intento de resistencia habría significado su muerte. Aurora imploró
que la dejaran quedarse junto a su hija mayor, pero no consiguió darle siquiera
un beso de despedida; por otra parte, Azul no parecía concentrada en su Madre
sino en el nuevo berrinche que Iván protagonizaba frente al Juez. De pronto
hubo movimiento entre los miembros del jurado, y el Alguacil volvió a coger el
megáfono para anunciar una rectificación en la condena:
–Debido a que el Hada Azul tiene
alas, y existe una posibilidad remota de que pueda volar con ellas (resultando
así totalmente ineficaz el método del ahorcamiento), se acuerda por unanimidad
que deberá morir ahogada. Rogamos colaboración a los presentes y agradecemos su
paciencia, pues la ejecución se realizará en breves minutos en el centro de la
plaza.
Iván sonrió satisfecho y soltó por fin a Rosa. Luego reclamó la atención de
Zafiro con señas, para que viese cómo los Guardias sacaban del almacén de
pruebas del Tribunal el enorme caldero negro que coronaba y daba nombre a la
famosa taberna de la Travesía del Arcoíris, y que ahora estaba abollado y encajonado
en un trozo de entablado de su escenario. Lo traían con una grúa, tal y como
había sido arrastrado fuera de aquella calle secreta, aunque esta vez tuvieron
cuidado de que ninguna persona, coche o inmueble sufriera la misma suerte que sus
edificios de colores.
Rosa se abrió paso entre la multitud hasta el aerobarco, pero los Guardias
le impidieron llegar hasta su hermana; la retuvieron junto al resto del
batallón a la vera del navío, donde Geppetto fue a su encuentro para
consolarla. La chica volvió a enterrar la cara en su pecho, como ya hiciera en
medio de las ruinas del que había sido el hogar de ambos, y se deshizo en lamentos.
–¡Todo esto es culpa mía! Si no me hubiese dejado capturar por Iván, Azul
habría podido terminar la canción e incluso huir…
–Aquí el único responsable es el Príncipe. Tú simplemente te atreviste a
intentar lo que todo el mundo deseaba hacer: darle su merecido a ese
desgraciado.
A poca distancia, Pushkin gesticulaba a Geppetto con los ojos muy abiertos,
como queriendo decir “¡Cuidado! ¿Es que acaso no lo ves? ¡La niña que abrazas
no es otra sino la malévola Ricitos!”. El Titiritero le contestó con otro
gesto, que no podía sino significar “Claro que sé quién es… ¡Precisamente por
eso la estoy consolando!”.
Los Guardias Reales conectaron varias mangueras a las bocas de incendio más
cercanas al aerobarco, apresurándose a llenar el caldero de agua. Azul fue
obligada a subir al borde de la olla a través de un tablón de madera que comunicaba con el navío, y allí la ataron de pies y manos para que no pudiese nadar. El peso de las alas al
empaparse, y del vestido bordado con piedras semipreciosas, se encargaría de
evitar que flotase.
Aurora gritaba histérica, y uno a uno se sumaron al llanto colectivo la
Cenicero, Bella, los mellizos y Astreo. Rosa seguía escondida en los brazos de
su padre adoptivo, y las Hadas y Pushkin no paraban de forcejear con los
Guardias, intentando zafarse. Desde la entrada del Tribunal Supremo, convertida
en un improvisado palco de honor para presenciar la ejecución del Hada, Su
Alteza se mostraba pletórica. Con el megáfono en mano, se dirigió una vez más a
los allí presentes:
–¡Con la muerte del Hada Azul,
nuestro Reino recuperará el orden y el honor que le fueron arrebatados!
¡Decidle adiós a esa traidora!
American Pie, de Don McLean, versionada por Madonna
Pero por segunda vez, las palabras que empleó no fueron escogidas con
acierto, ¡nunca se sabe cuándo una muchedumbre enardecida capitulará en la lucha
y obedecerá las órdenes de su Príncipe! Así pues, los ejércitos allí presentes entonaron
con decisión el coro de la canción que las Hadas no pudieron terminar, y se
despidieron con las manos y su mejor voz de Azul, quien los miró atónita desde
el borde de la plancha antes de ser empujada y caer dentro del caldero. El atronador sonido de
las palmadas retumbó entonces incluso más, y aunque la música llegaba muy
lejana a los oídos de su destinataria, ésta aún podía sentir en el pecho la
vibración del agua. Los aplausos ratificaban el fallo del Tribunal y la
legitimaban como Hada, justo cuando estaba a una bocanada de la muerte.
–¡Maldita sea, callaros! –El
megáfono del Príncipe no era lo suficientemente fuerte como para imponerse a
las decenas de miles de personas que cantaban al unísono.
Los Guardias Reales, convencidos de que la ejecución estaba a punto de
llegar a su fin, aflojaron la vigilancia de los cómplices de Zafiro y se
sumaron a los aplausos; así escaparon Rubí, Esmeralda y Pushkin, quienes
corrieron a liberar al Doctor Unicornio. El Corsario contuvo al Guardia que
apresaba al Cirujano, mientras que las Hadas se encargaron de descoserle la
camisa de fuerza con sus largas y afiladas uñas.
–¡Tienes que hacerlo, tienes que convertirla en un Hada! –le gritó Rubí.
–¡Opérala en este instante! Si va a abandonar este Mundo, tiene que hacerlo
como quien realmente es –le chilló también Esmeralda.
–No lo haré. La Clínica aún no había recibido el pago esta mañana, y mi
contrato de exclusividad especifica que no puedo emplear mis conocimientos
fuera de…
–¡Yo tengo el dinero! ¡Doce mil monedas de oro! –le gritó Geppetto a escasos
metros de distancia–. ¡Pagaré por la operación cuando todo esto haya acabado!
–Bien, en ese caso… Aunque si queréis salvarla, ¿no debería convertirla en
sirena?
–¡NO! –gritaron al unísono todos los que conocían bien al Hada Azul, y
sabían que estaba dispuesta a pagar el precio más alto por cumplir su voluntad,
su anhelado sueño.
–¡De acuerdo, era sólo una sugerencia! Pues allá vamos… –El Galeno se puso
a cuatro patas; una posición que le resultó vergonzoso adoptar frente a todos los
que le habían visto andar erguido, pero que le permitiría apuntar fácilmente al
caldero con su cuerno espiralado. Rosa soltó al Titiritero y se abrió paso hasta
él, al que cogió por el cuello de la bata y zarandeó tan fuerte como pudo.
–¡No lo hagas! Es mi hermana la que está ahí dentro, ¡haz algo para salvarla!
–¡Niña, tú no lo entiendes! –dijo Rubí, al tiempo que empujaba a la chica y
cogía del cuerno al Doctor Unicornio para redirigirlo al caldero.
–¡Tienes que dejar que la convierta en Hada, es su última oportunidad!
–Esmeralda también forcejeó con Rosa y acabó aferrada al apéndice mágico, que brillaba
con una luz dorada mientras que su dueño entraba en trance, ponía los ojos en
blanco y recitaba rápidamente un mantra..., que no era más que una lista con los nombres de
todos los huesos, músculos y órganos del cuerpo, dichos a una velocidad que
hacía ininteligible cualquier palabra.
Por un lado, las Hadas tiraban del cuerno para apuntar al caldero. Por el
otro, Rosa hacía lo mismo para evitar que su hermana fuera convertida en un ser
que no podría sobrevivir debajo del agua. La canción seguía su curso, entonada por
un público que cada vez afinaba y elevaba más la voz; el Príncipe gritaba
furioso a través del megáfono y los amigos de Azul estaban paralizados, con la
mirada atenta al caldero y al asta del Doctor Unicornio, de la que salió
disparado un intenso rayo dorado.
La luz también se extendió sobre Rosa quien, asustada, se soltó y cayó de
espaldas. Rápidamente abrió la mochila y comprobó que su fiel Gato se
encontraba bien; no así Rubí y Esmeralda, que quedaron bañadas de radiación
áurea y parecían experimentar un dolor agónico mientras sostenían el falo
intelectual.
La gigantesca olla se quebró en cientos de fragmentos cuando el rayo
impactó sobre su negra corteza de suciedad y aspereza, y cada esquirla de metal
cayó al suelo convertida en oro; al parecer, la alquimia de la que era capaz
aquella Carpa de la que Azul tanto hablaba no era un arte exclusivo suyo, sino una
consecuencia de su transformación en pez a manos del Doctor Unicornio. El
cuerno del Cirujano parecía tener el mismo poder extraordinario, aunque aún más
impresionante era su capacidad de transmutación del cuerpo humano. Dentro de la
burbuja de agua que había dentro del caldero –y que quedó suspendida en el aire
al estallar su envase–, Azul comenzó su tan ansiada transformación; las orejas
adoptaron una forma más puntiaguda y elegante, el cabello le creció y se volvió
rubio, el vestido se llenó de curvas femeninas y las alas artificiales se
desintegraron, dejando sitio a otras nuevas, naturales y mucho más hermosas, que
le crecían rápidamente de los omoplatos.
Lo mismo ocurría con Rubí y Esmeralda, aunque en su caso la transformación
fue menos evidente a los ojos del público y sucedió dentro del vestido, en una
zona más bien privada. Sus alas de mariposa resplandecían con un brillo nuevo.
El rayo dorado desapareció en un destello fulminante, coincidiendo con la
fractura y caída del cuerno del Unicornio. El Doctor volvió poco a poco en sí y
se quejó de un fortísimo dolor de cabeza, hasta descubrir que el sobreesfuerzo
le había roto el elemento que hacía de él un Médico de renombre, salvándole de ser un potro blanco común.
El Hada Azul, aún dentro de la burbuja, se irguió y abrió los ojos al
tiempo que desplegaba sus alas majestuosas y dedicaba una última mirada a su
hermana, a sus Padres y a sus muy amados amigos. Entonces estalló la pompa de agua
irisada, y con ella desapareció su imagen y su presencia. Quienes buscaron con
la mirada a Rubí y a Esmeralda tampoco las encontraron; se habían desvanecido,
como quien ve algo de reojo, y cuando lo busca de nuevo se da cuenta de que ya
no está.
Aurora se arrodilló junto al Galeno aturdido y le interrogó a gritos sobre lo
sucedido. “¿Qué esperaba? ¡Claro que
su hija se ha esfumado! A fin y al cabo, no existe tal cosa como un Hada de verdad”, dijo el unicornio.
Rosa corrió hacia el lugar donde estalló la burbuja y miró a su alrededor,
sin hallar nada. Luego cayó de bruces, se apartó las lágrimas del rostro e hizo
lo mismo con los pesados trozos de caldero roto, que yacían en el suelo como
formidables pepitas de oro. Al hacerlo encontró intacta la trampilla del
escenario que las Hadas utilizaban en su espectáculo, y que se abría a un
pasaje bajo el entarimado. La Cenicero, quien también consiguió liberarse del
Guardia que la retenía, corrió junto a Rosa y al ver la puertecilla recordó que
ella misma había caído a través de ese agujero cuando Azul la salvó de ser
apresada. Las dos chicas sonrieron, imaginando que así era como había escapado
el Hada tras completar su armonización feérica, y decidieron abrirla para
comprobar que Azul debía de estar escondida bajo las tablas. Pero debajo, a
apenas un palmo, no había otra cosa más que el nigérrimo pavimento de la calle.
Una nueva lucha dio inicio en ese instante, pues el Príncipe exigió con
renovada vehemencia que los delincuentes aún sueltos fueran capturados. Los
Guardias más cercanos a ellos fingieron ser duros de oído para aprovechar para
llenarse los bolsillos de oro, y como el frente revolucionario ya no tenía
fuerzas para pelear, optó por la retirada. Geppetto cogió a Rosa en brazos y
Pushkin arrastró a la Cenicero al aerobarco. También subieron a bordo Bella,
Aurora, Gretel, Hansel y Astreo, que convenció a los demás de cargar con el
Doctor Unicornio: éste no se recuperaba de la migraña y yacía
abandonado en el suelo, aunque ahora era otro de los responsables de atentar contra el
Derecho de Autor y su Santo Patriarca (esto es, un camarada más).
Los simpatizantes del Hada Azul lucharon contra la Guardia Real hasta que
el aerobarco hubo despegado. Entonces emprendieron ellos también la huída, y
desalojaron la Plaza de los Neones a través de las avenidas y transversales que
llegaban y partían de ella. En unos pocos minutos sólo quedó el Príncipe y su
séquito, mirando con impotencia cómo Pushkin maniobraba a través de las nubes
que se amontonaban en el cielo para partir con rumbo desconocido.
Los vehículos comenzaron a fluir con normalidad cuando dos grúas se
llevaron el coche de Astreo y la furgoneta de la banda de ALICIA. Iván se sentó
en la escalinata del Tribunal Supremo –rodeado de sus escoltas para no ser
filmado por las cámaras de televisión– y se llevó el inhalador a la boca. Uno
de los Guardias sacó un paraguas y protegió al futuro Rey de las primeras gotas
de lluvia.
El atardecer fue apenas un instante. Con la llegada de la noche, los
anuncios de neón brillaron con toda su fuerza, y las bocinas de los coches
sonaron como miles de grillos esperando la tormenta.
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