Capítulo XXXI (segunda parte)
A las afueras de la Capital, Pushkin se presentó en una agencia de alquiler
y venta de dirigibles, cometas y globos aerostáticos con una badana roja en la cabeza,
y vistiendo un traje tan pasado de moda que se asemejaba en todo al de los
antiguos Corsarios del Aire. El propietario le miró de arriba abajo sin
disimular su preocupación, pero no dejó de tratar a aquel potencial cliente con
la cortesía prometida. Y es que el cartel luminoso que señalaba su ubicación rezaba
“Acérquese al Concesionario de Alí Babá y le ofreceremos un descuento en más de
cuarenta vehículos”.
Sin embargo, después de un rato charlando con él, Pushkin descubrió que el tal
Alí Babá era un estafador, y sus ofertas, un robo a mano a armada…, pero el
aspecto amenazante de exTabernero le disuadió de intentar cualquier treta distinta
al regateo.
–Trescientas: esa es mi última oferta –dijo el oso con su voz
más recia.
–¡Pero Señor, se está llevando un aerobarco cuyo alquiler diario vale al
menos el doble! Por ese precio puedo ofrecerle un dirigible a vapor; es menos
rápido, pero…
–¡No, nada que funcione con una caldera! Quiero llevarme este aerobarco –Pushkin
se detuvo junto a un navío que más bien parecía un barco de vela, al que le
hubiesen puesto unas cuantas hélices a modo de mástiles, más otros tantos
motores de aleteo en los costados– por el que ofrezco trescientas
monedas de oro. Lo toma, o lo deja.
–Pregúntale si viene con suficientes paracaídas para todos en caso de
emergencia… –dijo Hansel, a quien ya no entusiasmaba tanto la idea de volar
después de ver el lamentable estado en que estaban el timón, los alerones y las
hélices laterales.
–Espere, ¿los niños viajarán con usted? –preguntó Alí Babá a la vez que se
frotaba las manos–. En ese caso, está obligado a contratar un seguro con un
recargo de…
En efecto, los mellizos volarían con el exTabernero. Estando aún en la Mansión
de la Campiña, le escucharon decir que él se encargaría de ir a la Clínica
Perrault, y desde entonces no dejaron de acosarle hasta que accedió a llevarlos
consigo. Los niños estaban ansiosos por ver a su madre –con la que no se habían
reunido desde el día en que se internó allí, según le recordó Gretel– así que
el oso no pudo negarse.
–Escuche, dejémoslo en trescientas cincuenta monedas de oro con todo incluido –dijo el
dueño del establecimiento– y tendré a la embarcación lista para despegar en
diez minutos.
–Trato hecho –respondió Pushkin, cada vez más presionado por el reloj–. Pero
la necesito a punto en cinco minutos. Y asegúrese de que haya doce paracaídas a
bordo.
–¡Parece que vais a dar una gran fiesta en las alturas!
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