Capítulo XXXI (sexta parte)


99 Red Balloons, de Nena (versión de The Sugarcubes)
A unos diez kilómetros de distancia, y trescientos cincuenta metros de altitud, Pushkin se esforzaba por pilotar el destartalado aerobarco para llegar puntualmente al hospital. Hansel y Gretel se aferraban con fuerza al mástil y chillaban como los chiquillos que eran, aterrorizados por las bruscas maniobras del Corsario.
Pronto divisaron la Clínica Perrault y aterrizaron torpemente en uno de los jardines del pabellón de Psiquiatría, donde un grupo de pacientes alelados por las medicinas les recibió con un saludo lánguido, como si aquello fuese un suceso cotidiano. Sin perder tiempo, Pushkin y los mellizos bajaron del aerobarco, devolvieron el saludo a sus anfitriones (a los que sabían más cuerdos que ellos mismos), comprobaron que nadie más había presenciado el aterrizaje y se lanzaron a contrarreloj a cumplir su misión.
El Doctor Unicornio, que caminaba con porte intelectual por uno de los pasillos de la planta de Cirugía Reconstructiva, no tardó en encontrarse en el suelo un terrón de azúcar. Miró a ambos lados preocupado de que alguien pudiera verle, pues lo que iba a hacer era impropio de un Médico de su categoría; sin embargo, después de su transformación había comenzado a experimentar nuevas y urgentes necesidades a las que de vez en cuando sucumbía. Sabiéndose solo, cogió el terrón de azúcar con el hocico y lo masticó con avidez, justo al tiempo descubría otro más adelante, y otro, y otro, como los adoquines dulces de un sendero imaginario hacia el almacén de material sanitario.
Entró allí, pero no salió. Al menos no consciente, ya que Pushkin le inyectó una pequeña cantidad de “Z” en el lugar donde, de seguir siendo humano, tendría la nuca. El potro se desplomó en el suelo, y el Corsario tuvo que hacer gala de toda su fuerza física para llevarlo a cuestas (y a toda velocidad) de vuelta al aerobarco. “¡El plan de los mellizos dio resultado! ¿Habrán tenido suerte ellos también?”.
No de momento. Hansel y Gretel seguían recorriendo una a una las habitaciones de Rehabilitación, llamando a su madre a voces. Las escandalizadas Enfermeras se lanzaron a la carrera tras ellos, pero pronto les perdieron la pista. Los niños se escondieron en una habitación tenebrosa, tantearon en la oscuridad en busca del interruptor de la luz, iluminaron la estancia y se encontraron cara a cara con una Blanca pálida y esquelética. La Supermodelo se abalanzó sobre ellos como queriendo devorarlos, y ellos profirieron un agudo grito que les delató. Escaparon por los pelos tanto de ella como de las Enfermeras; por suerte, a sólo dos habitaciones de distancia encontraron en cama a Bella McCartney.
–¡Mamá, eres tú! ¡Hemos venido a rescatarte! –dijo Gretel, abrazándose al cuello de la Bella durmiente y besándola compulsivamente en las mejillas.
–¡Despierta, tenemos que irnos! –insistió Hansel entre lágrimas, temiendo que la larga estancia de su madre en aquella Clínica hubiera sido en vano.
La Enfermera Jefa entró en la habitación seguida de un par de compañeras; cogió a los mellizos del brazo e intentó moverlos, comprobando que aquel era trabajo de varios.
–¡Os he pillado, gordinflones! Venid conmigo; tenemos una excelente Nutricionista a la que le vendrían bien dos sujetos experimentales para sus nuevos yogures laxantes…
–¿Cómo se atreve a tratar así a mis hijos? –dijo una voz inesperada. Las palabras venían de Bella, que abrió los ojos de manera dramática y se incorporó lentamente en la cama, con su largo camisón blanco y su cabello lacio ondeando de forma aterradora.
Los músculos se le tensaron y comenzaron a temblar, y antes de que los demás parpadearan, ya había derribado a todas las Enfermeras. Visto en cámara lenta, se podría haber apreciado la gracilidad con la que las fulminó una a una con golpes veloces y precisos. La vía de escape que llevaba a los jardines quedó pronto despejada.
–Mamá, ¿realmente eres tú? –preguntó Hansel después de comprobar sus renovados bríos. La energía guardada durante años de latencia le supuraba ahora por cada poro de la piel.
–¡Te echamos tanto de menos! –chilló Gretel, echándose a sus brazos.
–¡Y yo a vosotros! ¿A dónde vamos ahora? ¿Podemos ir corriendo?
–Tenemos que volver al aerobarco, ¡y luego iremos a rescatar a Azul!
Bella cargó con sus dos hijos y se lanzó hacia el navío a una velocidad fuera de lo común. Llegó casi al mismo tiempo que Pushkin, que resoplaba por el esfuerzo de llevar al Doctor Unicornio a cuestas, y abordaron sin detenerse en presentaciones. El exTabernero encendió los motores expeditamente, y el vehículo despegó antes de que las Enfermeras y los empleados de seguridad llegaran para impedirlo.
–Señora Bella McCartney, soy Alexander Pushkin, Corsario del Aire –dijo el oso sin aliento ni pudor–; mis pequeños amigos la echaban de menos, así que hemos venido a buscarla… Mas le informo que aproveché para secuestrar a uno de los Doctores de la Clínica, y que ahora vamos de camino a liberar a nuestra amiga común, el Hada Azul.
–¡Qué bien! ¡Cuánta acción! ¿Y cómo puedo ayudar? ¡Dígamelo!
–Primero cálmese un poco, y luego…, no me vendría mal que inmovilizara al Unicornio. En cualquier momento podría despertarse si la dosis de “Z” resulta escasa, dado su peso.
–¡Délo por hecho!
Bella rebuscó en su bolso, sacó aguja e hilo, se arrodilló junto al corcel y le cosió las mangas de la bata a la espalda con costuras reforzadas, a modo de camisa de fuerza.
–¡Ya está! ¿Qué otra cosa puedo hacer?
–Niños, ¿en serio es vuestra madre? Está más activa de lo que esperaba…
–¡Mirad lo que he hecho mientras estaba en el hospital! ¡Os diseñé un traje y un vestido! –La mujer hablaba ahora con sus hijos, a los que entregó dos prendas tan estrechas, que habría necesitado coserlas entre sí para que al menos uno cupiera dentro.
–Gracias mamá, pero creo que hemos… crecido –Hansel agachó la mirada, avergonzado. Durante los años de semiabandono, tanto él como su hermana se habían apartado lenta, pero inexorablemente (golosina a golosina, si se quiere) del futuro que les esperaba como Modelos, según sus Cartas Astrales.
Pero a nadie importaba ya aquello. La Modista se arrodilló ante ellos y les abrazó con tanta fuerza que se sintieron, por primera vez en mucho tiempo, a punto de reventar.

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