Nota del autor


A la mañana siguiente, nadie llegó a tiempo al trabajo o a clase. Tampoco fueron puntuales los jubilosos jubilados, muchos de los cuales no asistieron siquiera a las citas que tenían con sus amigos igualmente ancianos, después de setenta años de dedicación exclusiva al Supremo Autor y de ocio postergado hasta la senectud.
La explicación a semejante sincronía de retrasos era muy sencilla: todos los que esperaban a que las campanadas de la Torre de Propp les levantaran a tiempo de la cama y les contagiaran algo de su obsesiva regularidad (y esto incluye a los residentes de la práctica totalidad del Ensanche, así como a los de los barrios de la orilla derecha más cercanos al Río), se descubrieron horas más tarde aún bajo las sábanas, sobre almohadas babeadas y con ojos legañosos. El rumor de la lluvia –que arreció otra vez a las 8:00am– les había arrullado; el frío del otoño les había adormecido y sobre todo, la Torre de Propp había olvidado por primera vez en su historia despertarlos. Tales excusas se repetían una y otra vez en las oficinas, colegios, comercios, institutos, ambulatorios, oficinas de la Agencia Tributaria y mesas de ajedrez de algún parque público, donde las palomas pasaban hambre en espera de sus septuagenarios benefactores.
El sol, oculto bajo una inmensa capa de nubes negras, no ayudó a levantar a la población. Las cafeteras trabajaron a plena potencia, y con ellas algunas Secretarias: no porque fueran las responsables de prepararles la infusión a los empleados, sino porque no podían parar de recibir llamadas de compañeros que ese día no irían a trabajar, al estar aquejados de las enfermedades y dolencias más extrañas; una casualidad en extremo peculiar que Jefes y Supervisores tendrían que investigar más tarde, de no ser porque ellos avisaron los primeros de que ese día no podría ir a la oficina.
Los empleados y empleadores más responsables, quienes sí se lanzaron a la calle, quedaron atrapados en interminables atascos bajo el chaparrón. Otros, que además de responsables eran también previsores, decidieron utilizar el transporte público…, pero éste colapsó debido a la afluencia masiva de nuevos usuarios. Los trenes del metro chirriaron sobre sus raíles en la hora punta; las cafeteras silbaron, los cláxones de los coches sonaron, las ambulancias aullaron, los Guardias Reales gruñeron y el cielo tronó. Y así durante toda la mañana.
A la hora de la comida, el tiempo aún no había mejorado. Los oficinistas rumiaron en silencio los sándwiches de la máquina expendedora, y la Secretaria compartió con la chica de Recursos Humanos la comida que había traído en su tupper: pasta reseca y amarillenta, con unas cuantas albóndigas de aspecto turbador. Los que se quedaron en casa tuvieron mucha más suerte, pues calentaron un vaso de caldo de pollo, encendieron la tele, se cobijaron en el sofá bajo una manta, y pensaron en hacer palomitas de microondas cuando ya se acercara la retransmisión del juicio al Hada Azul.
Coincidiendo con el mediodía, el ojo de la tormenta se posó sobre la Capital. El firmamento se despejó de nubes, dejó pasar los primeros rayos de sol y la naturaleza despertó radiante, como después de un sueño reparador. ¡Pocos fenómenos atmosféricos le sacan tanto lustro a su belleza como la lluvia!
A primera hora de la tarde, cuando ésta cesó del todo, los colores brillaban rabiosamente por doquier, dándole al Mundo un aspecto casi irreal. Los heliopolitanos contemplaron atónitos el rojo sanguinolento de los tejados del Casco Antiguo, el azul ominoso del cielo y la verde fluorescencia de las copas de los árboles, que se mecían como si alguien respirara sobre ellos.
Los ánimos de los capitalinos mejoraron a la par que el clima, pero las conversaciones que afloraron aquí y allá evidenciaban una tensión insoportable y contenida durante largo tiempo. Alguien comentó que el temblor de la noche anterior –causado por el estruendo del campanario de la Torre de Propp al venirse abajo– le había hecho pensar que se trataba de un golpe de estado, y a partir de ese momento no se habló de otra cosa en la oficina. Rumores de una huelga general, de sublevaciones, defenestraciones y hasta de guerra civil; todos tenían cabida en la sobremesa. "Setenta años de esclavitud encubierta", resopló un Auditor. Los trabajadores encendieron la radio en busca de noticias, pero sólo encontraron avisos de la inminente emisión en directo desde el Tribunal Supremo de Justicia; nada sobre el grave malestar que flotaban en el aire. Nada sobre el silencio absoluto en que se hallaba la Capital, ni sobre el miedo que se respiraba a bocanadas.
La Secretaria abrió la ventana del aseo y comprobó que fuera, en la calle, no se percibía ningún ruido. Ningún niño correteando en el parque cercano, ni en el Colegio de la Academia Grimmoire, a apenas una manzana de distancia; ningún grupo de Ilegales bailando en la acera frente a la verja del Gran Parque, con la esperanza de merecerse algunas monedas.
Las nubes volvían a aparecer en el horizonte, y entre ellas lo hacía un aerobarco. Eran ya las seis de la tarde; “Sólo media hora más” pensó la chica, “y a casa”.
La temperatura era de dieciocho grados centígrados –según vio en un termómetro que colgaba en el baño–, y la humedad relativa, del noventa y nueve por cien.

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